2 de junio.
Habíamos acompañado aquel día hasta el cementerio de Marnes a un viejo colega de mucha edad que, según el pensamiento de Goethe, «consintió en morir». El magnífico Goethe, cuya fuerza vital era extraordinaria, creía en efecto que cada uno muere cuando le place, es decir, cuando todas las energías que se resisten a la descomposición final, cuyo conjunto constituye la vida misma, quedan completamente destruidas. En otras palabras: imaginaba que sólo se muere cuando ya no es posible vivir. ¡Enhorabuena! Sólo se trata de entenderse, y el precioso pensamiento de Goethe, bien interpretado, dice lo mismo que la canción de La Palisse.
Así pues, mi excelente colega había consentido en morir, gracias a dos o tres ataques de apoplejía de los cuales el último fue muy persuasivo y no admitió réplica. Le traté poco en vida, pero según parece fui muy amigo suyo en cuanto dejó de existir, puesto que mis colegas me suplicaron, graves y convencidos, que llevara una de las cintas del féretro y hablase ante su tumba.
Después de leer pésimamente un discurso que había escrito lo mejor que pude —lo cual no es mucho decir—, fuíme a pasear en los bosques de Ville d’Abray, sin pedirle demasiado apoyo a mi bastón, por un sendero que sombreaba el ramaje y donde la luz cernida formaba discos de oro. Jamás el olor de la yerba y de las hojas húmedas, jamás la belleza del cielo y la serenidad poderosa de los árboles penetraron con tanta violencia en mis sentidos y en mi alma, y la opresión que sentía en aquel silencio, turbado por una especie de zumbido continuo era a la vez sensual y religiosa.
Sentado a la orilla del camino, a la sombra de una encina, me prometí no morirme, al menos no consentir en morirme antes de haberme sentado nuevamente al pie de otra encina, donde influido por la serenidad pacífica de un extenso paisaje reflexionaré acerca de la naturaleza del alma y los destinos del hombre. Una abeja, cuyo cuerpo oscuro brillaba al sol como una armadura de oro viejo, se posó en una flor de malva de austera belleza y muy abierta sobre su tallo frondoso. No era ciertamente la primera vez que presenciaba yo tan vulgar espectáculo, pero sí era la primera vez que lo veía con una curiosidad afectuosa e inteligente. Reconocí entre el insecto y la flor toda clase de simpatías y mil relaciones ingenuas que hasta entonces nunca sospeché.
El insecto harto de néctar, huyó; describió al huir una trayectoria violenta. Yo me levanté y me sostuve sobre mis pies lo mejor que pude.
—Adiós —dije a la flor y a la abeja—. Ojalá viva el tiempo necesario para adivinar el secreto de vuestras armonías. Ya estoy rendido, pero el carácter del hombre es tal, que sólo descansa de un trabajo con otro nuevo. Las flores y los insectos me distraerán, Dios mediante, de la filología y de la diplomática. ¡Cuántas interpretaciones presenta el viejo mito de Anteo! He tocado la tierra y soy un hombre nuevo; a los sesenta y dos años nacen en mi alma nuevas curiosidades, como los retoños brotan en el carcomido tronco de un viejo sauce.
4 de junio.
Me agrada mirar desde mi balcón el Sena y sus muelles en una de esas mañanas grises y plácidas que comunican a los objetos una suavidad infinita. He contemplado el cielo azul que extiende sobre la bahía de Nápoles su serenidad luminosa, pero nuestro cielo de París es más espléndido, más hospitalario y más espiritual. Sonríe, amenaza, acaricia, se contrista y se alegra como una mirada humana. Derrama en este momento una suave claridad sobre los hombres y los animales que realizan su tarea cotidiana. Allí, a lo lejos, en la otra orilla, unos mocetones del puerto de San Nicolás desembarcan los cargamentos de cuernos de buey, mientras otros colocados en fila sobre un puente volante, se pasan de mano en mano los pilones de azúcar hasta la cala de un vapor. En el muelle del Norte los caballos de los coches de punto alineados a la sombra de los plátanos, con los hocicos metidos en sus morrales rumian tranquilamente el pienso, mientras los cocheros rubicundos vacían sus vasos ante el mostra