Introducción
A lo largo de los últimos veinte años más o menos, en Estados Unidos hemos asistido a la propagación de un extraño misterio estadístico. Presten atención a estas tres noticias y miren a ver si a ustedes les cuadran.
Primera: la cifra de crímenes violentos lleva casi dos décadas descendiendo de manera muy acusada. Según datos del FBI, cuando alcanzó su máximo en 1991 había 758 delitos violentos por cada cien mil habitantes. En 2010, esa cifra había caído a 425 delitos por cada 100.000 habitantes, un descenso de más del 44%.
La reducción afectaba a todo tipo de delitos graves, desde asesinatos hasta agresiones, pasando por violaciones y robos a mano armada. Los gráficos que representan este descenso muestran una caída sostenida y prolongada; no un salto de año a año, sino un desplome interanual constante.
Segunda: aunque los índices de pobreza se redujeron considerablemente en los años noventa, lo que tal vez permitiría explicar la caída en el número de delitos violentos, dichos índices crecieron de forma abrupta en los años dos mil. A comienzos de esa década, los niveles de pobreza rondaban el 10%. En 2008 habían subido hasta el 13,2%. En 2009 el porcentaje era del 14,3. En 2010, del 15,3.
Todo esto cuadra con lo que la mayoría de los norteamericanos de a pie sabían, y saben, de manera intuitiva. A pesar de lo que nos cuentan del inicio de la recuperación; a pesar de lo que las subidas en las Bolsas parecen indicar, la economía está peor en términos generales; en general, los salarios bajan y, en general, hay menos dinero.
Pero a lo largo de todos estos años, los delitos violentos han disminuido y a día de hoy siguen disminuyendo. En contra de lo que podría pensarse, más pobreza no ha generado más criminalidad.
La tercera noticia que no encaja es que durante el mismo periodo de tiempo la población reclusa estadounidense se ha multiplicado exponencialmente. En 1991 había alrededor de un millón de norteamericanos entre rejas. En 2012 su número superaba los 2,2 millones, un incremento de más del 100%.
De hecho, la población reclusa de nuestro país es, a día de hoy, la mayor de toda la historia de la civilización humana. En Estados Unidos hay más personas en libertad condicional o encarceladas (en torno a seis millones en total) de las que hubo nunca en los gulags de Stalin. Por si les sirve de algo: ahora mismo hay más personas negras en la cárcel que esclavos en el momento álgido de la esclavitud.
Díganme si este silogismo tiene algún sentido:
La pobreza aumenta;
Los delitos disminuyen;
La población reclusa se duplica.
No cuadra, a menos que haya una explicación alternativa. A lo mejor todos estos nuevos presos no violentos responden a algún objetivo de política nacional. A lo mejor todos ellos han infringido alguna regla social no escrita. Pero ¿cuál?
Mientras estaba en San Diego documentándome para este libro, me contaron una historia increíble.
Estaba investigando un programa municipal conocido como P100, que permite al Estado inspeccionar con carácter preventivo la casa de cualquier persona que solicite una ayuda. Al parecer, las autoridades buscan pruebas de que el o la solicitante tiene un trabajo no declarado o un novio que puede pagar las facturas; pruebas, en definitiva, de que está mintiendo para defraudar al contribuyente unos míseros cientos de pavos al mes.
Una mujer vietnamita, refugiada y víctima de violación recién llegada a Estados Unidos, solicitó la ayuda a losservicios sociales de San Diego. Un inspector se presentó en su casa, irrumpió en el apartamentoy empezó a rebuscar entre sus pertenencias. En un momento dado, abrió el cajón de la ropa interior y se puso a examinar las prendas que allí había. Con un gesto de desprecio, y sirviéndose de la punta del lápiz, sacó unas bragas muysexys,al tiempo que miraba a la mujer con ojos acusadores. Si no tenía novio, ¿para qué quería aquellas bragas?
Esta imagen, la de un inspector de servicios sociales sujetando despectivamente unas bragas con la punta del lápiz, expresa un montón de cosas a la vez. La principal es desprecio. Se da a entender que alguien que está sin blanca, hasta el punto de tener que pedir ayuda al contribuyente, no debería tener relaciones sexuales, y mucho menos unas bragassexys.
La otra idea que está aquí presente es que si uno es así de pobre, ha de renunciar a cualquier pretensión de privacidad o dignidad. El solicitante de ayudas es