I
El rugido de la motocicleta rompió la paz del valle mientras el jinete parecía querer impulsar con su cuerpo la falta de potencia del vehículo, que apenas podía con la subida empinada que aún le quedaba hasta llegar a Taüll, donde se detuvo frente a la iglesia de Santa María. El motorista se apeó y se quitó el casco. Tras su estética bohemia se escondía mosén Estanis, párroco de las ocho iglesias que componían el extraordinario conjunto románico de la Vall de Boí.
La nieve se había adelantado este año un par de semanas, pensó el cura, mientras comenzaba la ardua tarea diaria de pelearse con la cerradura oxidada de la iglesia.
Aún faltaban quince minutos para las ocho, hora en que empezaría el recorrido diario por las iglesias para celebrar la misa y ejercer la confesión. Sabía que los pocos asistentes que tendría, apenas media docena de beatas, no llegarían hasta el último momento, por eso le extrañó ver cómo de un utilitario aparcado frente a la entrada descendía un hombre alto y de mediana edad y se dirigía hacia él. Estanis advirtió que no llevaba ropa de abrigo y que daba la sensación de estar aterido.
Cuando estaba a unos diez metros, y a pesar del evidente desaliño del extraño, mosén Estanis reconoció la figura del padre Damián. Se adelantó hacia él y lo abrazó, percibiendo el temblor de su cuerpo.
—Está usted helado, padre Damián. Deje que termine de pelearme con esta condenada cerradura y entremos. En la sacristía hay una estufa de butano que le caldeará enseguida.
Damián asintió, puesto que había llegado desde Barcelona hacía tres horas y había tenido que racionar la gasolina que quedaba en el coche para no congelarse durante la espera. A pesar de la cálida acogida de Estanis, aún no tenía claro si la decisión de viajar a Taüll había sido la correcta. Cuando entró en pánico y tomó su coche, solo deseaba huir del dantesco espectáculo que había vivido en su casa. Según se fue calmando se dio cuenta de que estaba escapando como un fugitivo, y que, por si eran pocas las pruebas que lo incriminaban, la policía solo necesitaba descubrir que había desaparecido para constatar su culpabilidad.
En la Travessera de Dalt tomó la primera calle en dirección a la salida de la ciudad y que lo llevaría hacia el norte, fuera del país, pero pasada media hora, y cuando ya había comenzado a racionalizar, recordó que en cualquier Estado de la Unión Europea correría el mismo riesgo de ser detenido. Fue entonces cuando buscó en su cerebro un lugar donde, lejos de Barcelona, pudiera encontrar a alguien que lo ayudara a esconderse.
Había conocido a Estanis en el Seminario Menor de Sant Feliu, cuando este era un crío de doce años. Damián, vicerrector del centro religioso, fue durante dos años su director espiritual. Siempre le había caído bien Estanis: serio, inteligente y nada acomodaticio. Provenía de una familia de payeses del Empordà y destacaba mucho en las clases, aparentando una edad mental superior a la del resto y mostrando unas inquietudes que enseguida le llamaron la atención. Cuando Estanis pasó al Seminario Mayor de Barcelona, Damián continuó viéndose a menudo con él, y fue uno de los concelebrantes de su primera misa.
La mirada limpia y el abrazo con el que lo acababa de recibir resultaron un bálsamo mayor para Damián que la prometida estufa. Esperó pacientemente a que Estanis consiguiera abrir la cerradura y se dejó guiar por él hasta la sacristía. Ninguno de los dos soltaba palabra alguna. Damián sabía que la habitual prudencia de Estanis le haría esperar a que hubiese entrado en calor. Su expupilo le pidió que tomara asiento frente a la estufa, y le echó sobre los hombros el chaquetón de motorista que se había quitado. Solo cuando estuvo seguro de que había dejado de tiritar, Estanis, que se había sentado frente a él, le puso una mano sobre el hombro. No necesitó preguntarle nada; Damián, recordando el discurso que había estado ensayando durante las tres horas de espera, comenzó a hablar de manera pausada.
Habían pasado veinte minutos cuando Estanis escuchó pasos y murmullos en la iglesia. Miró el reloj: ya hacía rato que debería haber comenzado la misa. Ardió en deseos de salir de la sacristía y comunicar a los presentes que cancelaba el oficio, pero Damián, que le había adivinado el pensamiento, se adelantó a él.
—Ve y cumple con tu obligación, y a tu regreso continuaré. No temas. —Sonrió—. Apuesta a que no me moveré de aquí.
—Padre Damián, ¿desea concelebrar conmigo o pre