Prólogo
Hablemos
Carmen Martín Gaite atribuye a «la necesidad de espejo y de interlocución» ese deseo del escritor de compartir sus poemas o relatos con alguien de confianza, cuyas observaciones impulsen el proceso creativo desde que surge el hallazgo en la imaginación del artista y, rudimentariamente elaborado, se traslada al papel.
Carmen reivindicaba la misión de este aliado literario ante sus amigos de la generación de 1950 y los que, siendo más jóvenes, nos relacionábamos con ella en los años setenta del pasado siglo en las aulas madrileñas de la Facultad de Derecho o de Filosofía y Letras, en los pasillos del Ateneo de la calle del Prado, en la cafetería de la Biblioteca Nacional o en bares próximos a su domicilio, en la calle del Doctor Esquerdo.
Este discurso apenas fue atendido por la vociferación instalada en la sociedad española del momento sobre la caída del régimen político, un aquelarre que adensaba las frases y nos mantenía en ascuas, ávidos de fulminar esa instantánea que disolvería la dictadura como un azucarillo y nos montaría en una democracia sin intermediarios ni rodeos.
Carmen había obtenido importantes premios literarios —Café Gijón, Nadal— y era popular su rostro cuando compareció en el vestíbulo de aquel semanario que incorporó a su cabecera el número 16, ese portavoz de libertad ubicado al comienzo de la calle López de Hoyos, en el que algunos pretendíamos ganarnos la vida con el periodismo —ya que con la literatura no había modo—.
Carmen llegó aCambio16 una mañana de invierno, quizá del año 1974, no sé si para gestionar reportajes o ser entrevistada por su libro más reciente. Con soltura cruzó el salón y en uno de los ventanales se detuvo a contemplar el edificio de la calle Hermanos Bécquer que era propiedad de la familia del Generalísimo, al lado de la iglesia de los jesuitas de la calle Serrano donde, dos meses después de haber aparecidoLa búsqueda de interlocutor (1973), atentaron mortalmente contra el presidente del Gobierno.
Nadie en aquella redacción de omniscientes lo hubiera imaginado. Carmen dejó en la mesa central de la sala el bolso y quizá una carpeta, y enseguida los recuperó, apremiada por quienes corrieron a saludarla al enterarse de su visita y que, antes de negociar aquello para lo que la habían convocado, la acompañaron al tenebroso bar de enfrente a arriesgar su salud con un aperitivo.
Componían esta primera edición deLa búsqueda de interlocutor artículos y ensayos publicados en revistas por su autora sobre la muerte de Ignacio Aldecoa, la angustia del palaciego Macanaz, el continuo quejarse de los españoles, la influencia de la publicidad en la mujer y otros tantos temas, servidos como propuestas de un diálogo que aquel día me hubiera apetecido entablar con Carmen.
No volvió la ocasión hasta que mi entorno y el país entero vibraron al redoble de aquella conmoción —esa matraca— que de tanto hacerse de rogar parecía rehuirnos, ese trágala que una vez cerrado con siete llaves y confinado al sepulcro de la historia, suponíamos abierto a otras realidades. Y así fue porque, tras enterrar el acabose en Cuelgamuros, nuestra empresa sacó un periódico que lucía en su cabecera el mismo número 16 de su hermano mayor, el semanario.
En el modesto espacio que ese diario reservaba a la cultura firmaba Carmen una crítica semanal de libros. En diciembre de 1979 Jubi Bustamante, que dirigía la sección, le propuso ocuparse del que me había publicado Seix Barral. Carmen aceptó y el último día de aquel 1979 salió la reseña —que el profesor José Teruel recopilaría en 2006 enTirando del hilo—.
Pasadas las fiestas navideñas se lo agradecí por teléfono y ella me invitó a su cas