INTRODUCCIÓN
En los locutorios de la prisión de Alcalá Meco, en enero de 1993, descubren que tres presos etarras —Iñaki de Juana Chaos, Esteban Nieto y Joseba Artola Ibarretxe— junto con sus dos abogados, tan etarras como los anteriores por lo que oí en las cintas —Txemi Gorostiza y Arantza Zulueta—, han planeado y ordenado la muerte del director de la cárcel de Nanclares de la Oca, mi muerte. En esta historia truculenta me ha tocado bailar con la más fea y quieren que yo sea el fiambre. Soy un obstáculo para la liberación de la Nación Vasca, dicen, y tengo sobre mi pescuezo la espada de Damocles.
Le han retirado los policías de escolta al rey Balduino de Bélgica, que pasa sus vacaciones plácidamente en Motril —se ve que los policías de escolta son escasos—, y han reforzado la que yo llevo desde hace un año. ¡Qué honor, nunca pensé que mi vida valiera más que la de un monarca!
Por unas escuchas en una prisión que no he pisado jamás —los magnetofones parecen tener un grave peligro en mi caso— voy, o mejor dicho, me llevan por el mundo —pobre de mí—, en un coche blindado y con otro de vigilancia detrás, con cuatro policías permanentemente, día y noche, como si fuera alguien importante, aunque solo soy elpringao de turno.
Han convocado una reunión de directores de todas las prisiones de España para descubrir el pastel y estudiar «el problema». Incluso el secretario general de Instituciones Penitenciarias va caminando desde su despacho hasta la sede de Esabe, en la Gran Vía madrileña, mientras que los policías que me protegen a mí no me dejan andar por la calle y aparcan el coche sobre la acera para que yo baje, y paso del coche al edificio sin que ni siquiera me roce el aire en la cara. Pareciera que el proscrito soy yo y no los que quieren darme matarile.
Comienza la reunión de alto nivel carcelario. Los escoltas no me quitan ojo de encima. No sé qué hacen detrás de mí si los reunidos no son —en principio— los que quieren mandarme al otro barrio. Un director de una cárcel no mata a nadie, salvo caso de fuerza mayor. Somos lobos de la misma camada. Esto se lo he oído a alguna gitana echándome maldiciones en las salas de visita. Estoy entre amigos —en teoría—, pero los policías siguen allí a pie firme. Hasta al aseo me acompañan si me levanto para ir. Agarro complejo de señora, porque estas jamás van al cuarto de baño solas.
Un capullo —vamos a ser templados en los calificativos—, director de prisión pero capullo, hace una afirmación gilipollas y cobarde, queriendo escurrir el bulto del problema terrorista que afecta a las cárceles, y se monta una bronca de tres pares de cojones. No tardan en expulsarme de la reunión por soltar un exabrupto inadmisible al cabrearme con ese imbécil.
Rebobino lo ocurrido y no creo lo que me está pasando: montan una sesión de trabajo, de análisis al más alto nivel, con motivo de mi intento de asesinato o de la planificación inminente del mismo, me citan a la reunión y me expulsan al pasillo nada más empezar. Mucha escolta y mucho coche blindado, mucho policía y mucho guardia civil para protegerme, pero creo que sigo siendo el mismopringao de siempre. Y también lo soy ahora, igualmente, muchos años después.
Me marcho a la calle tras ser expulsado —con los escoltas en la chepa, pegados a mí a sol y sombra— y pienso que mi cese como director de prisiones llegará por telegrama en cinco minutos y quedaré defenestrado. En ese pensamiento estoy cuando un fámulo del secretario general viene corriendo detrás de mí desbaratado. A punto de echar los hígados tras la carrera, y sin recuperar el resuello, me indica:
—Don Antonio —Asunción, el secretario general— ha dicho que esperes aquí un momento, que ahora sale él.
Pienso que no me va a mandar el cese por telegrama, me lo va a dar en mano, y espero pacientemente rodeado de cuatro policías en la acera de la Gran Vía madrileña hasta que por fin aparece.
—Ven conmigo en el coche, y tus escoltas que nos sigan —ordena Antonio expeditivo.
Una caravana —su vehículo con nosotros dentro, y los dos míos con los escoltas, porque yo ando ahora más protegido que un ministro— enfila la carretera de Burgos.
—Manuel, ¿se te ha ido la cabeza? ¿Cómo se te ocurre decirle hijo de puta a ese tío en mitad de la reunión y con todos los directores de las cárceles presentes? —pregunta Antonio aún incrédulo.
—Se lo he dicho porque lo es o pienso yo que lo es. ¡Un hijo de puta de marca mayor! En su cárcel, en Meco, han grabado a tres etarras planeando mi muerte. Esa es la noticia que tú me has dado cuando me habéis puesto más protección que si fuera Felipe González. Tú has dicho en tu primera intervención que las cárceles tienen que ser no un almacén de borregos o de presos aborregados, sino un pilar esencial en la lucha contra el terrorismo, y salta ese gilipollas y dice que «yo no soy un policía y esa es su tarea, yo solo soy un gestor». Entonces no me he podido aguantar y l