: Grant Allen, Robert Barr, Guy Boothby, Arnold Bennett, William Le Queux, Sinclair Lewis, Edgar Walla
: Michael Sims
: Villanos victorianos Una antología
: Ediciones Siruela
: 9788418436307
: Libros del Tiempo
: 1
: CHF 10.60
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 252
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
LOS MEJORES TIMADORES, LADRONES, GRANUJAS Y RUFIANES DE LA ÉPOCA DE SHERLOCK HOLMES, REUNIDOS EN UN SOLO VOLUMEN. GRANT ALLEN, GUY BOOTHBY, E. W. HORNUNG, ROBERT BARR, ARNOLD BENNETT, WILLIAM LE QUEUX, O. HENRY, GEORGE RANDOLPH CHESTER, FREDERICK IRVING ANDERSON, WILLIAM HOPE HODGSON, SINCLAIR LEWIS Y EDGAR WALLACE. Aunque las hazañas de los detectives más importantes de la época victoriana se han reunido en incontables antologías, los grandes artistas de la estafa y el robo habían eludido hasta ahora la captura. Estos doce relatos sobre villanos y sus fechorías -auténtico subgénero de la literatura policiaca- vienen a remediar ese descuido y congrega en un solo volumen a los más encantadores sinvergüenzas de la era del alumbrado de gas, entre mediados de la década de 1890 y principios de los años veinte del siglo XX. J. Raffles, el coronel Clay, Fortuna-Rápida Wallingford, el infalible Godahl... Los legendarios criminales de estas historias se arman con su ingenio más que con pistolas. El lector encontrará, pues, falsificaciones de arte y contrabando de diamantes, pero ningún cadáver en la biblioteca. Sus escandalosas fechorías, que cuestionan el ideal de conducta de la sociedad victoriana y sus groseros valores materialistas, son en realidad un robinhoodiano esfuerzo por equilibrar la balanza de la justicia y redistribuir la riqueza más allá de las propias arcas. Pero ya sea robando en Londres o estafando en Nueva York, lo que queda claro en esta antología es que, ante todo, tanto autores como personajes se lo están pasando verdaderamente en grande.

MICHAEL SIMS (Crossville, Tennessee, 1958) es el responsable de las compilaciones The Annotated Archy and Mehitable y Arsene Lupin, Gentleman-Thief. Entre sus obras de no ficción, destaca especialmente El ombligo de Adán. Historia natural y cultural del cuerpo humano. Además, ha publicado numerosos artículos en New Statesman, Orion o The Washington Post.

El episodio de los gemelos de diamantes

—Hagamos un viaje a Suiza —dijolady Vandrift. Y cualquiera que conozca a Amelia apenas se sorprenderá de que, por tanto, hicimos un viaje a Suiza. Nadie puede imponerse asir Charles salvo su esposa. Y nadie en absoluto puede imponerse a Amelia.

Al principio, tuvimos algunas dificultades porque no habíamos reservado con antelación y la temporada estaba ya muy avanzada, pero, tras recurrir a la habitual llave maestra, todas las puertas se abrieron y nos encontramos convenientemente alojados en Lucerna, en el más cómodo de los hoteles europeos, el Schweitzerhof.

Éramos un armonioso grupo de cuatro:sir Charles y Amelia, Isabel y yo. Teníamos habitaciones amplias y agradables, en el primer piso, con vistas al lago, y, como ninguno de nosotros estaba poseído por el menor síntoma de esa incipiente manía que se manifiesta en forma de un deseo insano de escalar montañas de fastidiosas escarpaduras y nieves innecesarias, me atrevería a afirmar que todos disfrutamos. Pasábamos la mayor parte del tiempo holgando en el lago, en esos graciosos vaporcitos y, de subir a una montaña, subíamos al monte Rigi o al Pilatus, en los que había una máquina que hacía todo el trabajo muscular por nosotros.

Como de costumbre, en el hotel, multitud de personas de todo tipo mostraban un ferviente interés por ser especialmente amables con nosotros. Si alguien desea ver lo simpática y cordial que es la humanidad, que pruebe a ser un conocido millonario durante una semana y aprenderá un par de cosas. Dondequiera que vayasir Charles, siempre está rodeado de gente encantadora y desinteresada, todos impacientes por conocer a tan distinguido personaje y todos bien informados de varias inversiones excelentes o de varias obras merecedoras de caridad cristiana. Es mi deber en la vida, como su cuñado y secretario, rechazar con gratitud las magníficas oportunidades de inversión y verter sensatos jarros de agua fría sobre los propósitos benéficos. Yo mismo, incluso, como limosnero del gran hombre, estoy muy solicitado. La gente cuenta por casualidad, delante de mí, historias sin malicia sobre «los pobres coadjutores de Cumberland, ya sabe, señor Wentworth», o las viudas de Cornualles. Son poetas sin un penique con grandes epopeyas guardadas en algún cajón y jóvenes pintores que solo necesitan el aliento de un mecenas para abrirse las puertas de alguna admirable academia. Yo sonrío y pongo cara de entenderlo mientras voy administrando agua fría en pequeñísimas dosis, pero nunca informo de nada de esto asir Charles salvo en el extraño o casi insólito caso de que crea que hay algo que en verdad merece la pena.

Desde nuestra pequeña aventura con el vidente de Niza,sir Charles, que es cauto por naturaleza, era aún más prudente que de costumbre con los posibles estafadores, y quiso el azar que, justo frente a nosotros en latable d’hôte del Schweitzerhof —es uno de los caprichos de Amelia cenar en la mesa de huéspedes; dice que no soporta estar encerrada todo el día en sus habitaciones «con tanta familia»—, se sentara un hombre de aspecto siniestro con cabello y ojos oscuros, muy llamativo por sus cejas pobladas y prominentes. El primero que me hizo fijarme en las cejas en cuestión fue un simpático pastor protestante sentado a nuestro lado que observó que estaban formadas por cierto tipo de pelos gruesos y erizados que (según nos dijo) Darwin había rastreado hasta nuestros antepasados los monos. Un hombrecillo muy agradable, ese joven párroco de rostro bisoño que estaba de luna de miel con su simpática mujercita, una bella muchacha escocesa con un acento encantador.

Miré aquellas cejas con atención. Entonces me invadió una idea repentina.

—¿Cree que son suyas? —le pregunté al clérigo—. ¿O las lleva pegadas, como un disfraz? La verdad es que casi lo parecen.

—No pensarás... —empezó a decir Charles, pero de pronto se contuvo.

—Sí, así es —repuse—. ¡El vidente!

Entonces me di cuenta de mi desatino y bajé la mirada, avergonzado. Lo cierto es que Vandrift me había ordenado de manera categórica, mucho antes, que no le dijera nada a Amelia sobre nuestro penoso inc