Pan con manteca
Pixie Paranteau untó un poco de cemento en el espacio limpio de la piedra preciosa y la fijó en el trozo para perforar. Extrajo la gema preparada y la colocó en la diminuta ranura de la tarjeta de perforación. Ejecutaba las tareas a la perfección cuando estaba furiosa. Aguzó la vista, se concentró y empezó a respirar más despacio. Se le había quedado el apodo de Pixie1 desde la infancia por sus ojos rasgados. Desde que se graduara en el instituto, intentaba que los demás se acostumbraran a llamarla Patrice. No Patsy, ni Patty, ni Pat. A pesar de ello, incluso su mejor amiga se negaba a llamarla Patrice. Y su mejor amiga estaba sentada justo a su lado, colocando también piedras preciosas en bruto en interminables hileras. No conseguía hacerlo tan deprisa como Patrice, pero era la segunda más rápida de todas las chicas y mujeres. El silencio reinaba en la enorme sala, solo se oía el zumbido de los neones. El corazón de Patrice comenzó a latir más despacio. No, no era unpixie, aunque fuera de constitución delgada, y la gente se refería a ella comowawiyazhinaagozi, lo que se traducía de manera espantosa como que era una «monada». Patrice no era una monada. Patrice tenía un empleo. Patrice estaba por encima de gamberradas del tipo de cuando Bucky Duvalle y sus amigos la llevaron por ahí y contaron a la gente que se había mostrado muy dispuesta a hacer algo que no hizo. Ni haría jamás. Y fíjate en Bucky ahora. Tampoco era culpa suya lo que le había pasado en la cara a Bucky. Patrice no hacía ese tipo de cosas. Patrice también estaba por encima de encontrar la mancha de bilis marrón de la borrachera de su padre en la blusa que ella había dejado secando en la cocina. El hombre estaba en casa, gruñendo, escupiendo, insistiendo, sollozando y amenazando a Pokey, su hermano pequeño, y mendigándole a Pixie un dólar; no, veinticinco centavos; no, diez centavos. ¿Ni siquiera unos míseros diez centavos? Intentaba chasquear los dedos, pero no conseguía juntarlos. No, no era esa Pixie que había escondido el cuchillo y había ayudado a su madre a arrastrar al padre hasta el cobertizo para que durmiera la mona en un catre hasta que echara todo el veneno de su cuerpo.
Aquella mañana, Patrice se puso una camisa vieja, salió a la carretera principal y, por primera vez, consiguió que la llevaran en coche Doris Lauder y Valentine Blue. Su mejor amiga tenía el nombre más poético del mundo y se negaba a llamarla Patrice. En el coche, Valentine se había sentado delante.
—Pixie —dijo—, ¿qué tal se va ahí atrás? Espero que estés cómoda.
—Patrice —respondió Patrice.
¡Valentine! Charlaba alegremente con Doris Lauder sobre la mejor manera de cocinar una tarta con coco por encima. ¿Acaso había alguna parcela con cocoteros en alguna parte en mil kilómetros a la redonda? Valentine. Llevaba una falda de vuelo de un tono entre dorado, anaranjado y tostado. Guapa como una puesta de sol. No se dio siquiera la vuelta. Dobló los dedos enfundados en unos guantes nuevos con el objeto de que Patrice pudiera verlos y admirarlos desde el asiento trasero. Intercambió con Doris consejos sobre cómo limpiar una mancha de vino tinto de una servilleta. ¡Como si Valentine hubiera tenido alguna vez una servilleta! ¡Y como si tomara vino tinto, salvo al aire libre en el monte! Y ahora trataba a Patrice como si no la conociera siquiera, porque Doris Lauder era una chica blanca nueva en la fábrica, una secretaria, y utilizaba el coche de su familia para ir a trabajar. Y Doris se había ofrecido a recoger a Valentine, y esta le había respondido: «Mi amiga Pixie también va y nos pilla de camino; si pudieras...».
Y la había incluido, lo cual era lo que debía hacer cualquier mejor amiga que se precie, pero luego la había ignorado y se negaba a llamarla por su verdadero nombre, su nombre de confirmación, el nombre con el que ella... —quizá resultaba embarazoso decirlo, aunque lo pensara—, el nombre con el que mejoraría su posición social.
El señor Walter Vold recorrió la fila de mujeres con las manos a la espalda, examinando su trab