II
ZORKA ME LLEVÓ hasta el mismo umbral de la mansión del conde. Pero al llegar a la puerta, el caballo tropezó y me faltó muy poco para dar con mis huesos en tierra.
—Mal presagio,barín1 —me gritó unmujik que estaba junto a una de las puertas de las cuadras.
Creo, sinceramente, que un hombre puede romperse la cabeza al caer de su caballo, pero lo que no concibo es esta clase de supersticiones.
Una vez que hube entregado las riendas almujik, sacudí el polvo de mis botas con la fusta y me dirigí hacia la casa.
Nadie salió a mi encuentro.
Pese a estar abiertas de par en par puertas y ventanas, se percibía un olor extraño, denso, como si se mascase el polvo. Era el olor peculiar y característico de las casas que han permanecido mucho tiempo cerradas y sin ventilación alguna. Y este olor resaltaba mucho más porque de unas flores recién cortadas se desprendía cierto aroma, a la par que agradable, fuerte e intenso.
En el salón, en uno de los sofás cubiertos de seda azul, se amontonaban en desorden unos cojines arrugados; y, sobre una mesa, se veía un vaso que aún conservaba unas cuantas gotas de un líquido que, por el color y olor que desprendía, parecía ser un licor de Riga.
Todo esto atestiguaba bien a las claras que había llegado el conde y que la casa ya estaba habitada. Pero después de recorrer once habitaciones, no hallé un solo ser viviente. Todo estaba desierto, igual que la orilla del lago.
En el salón llamado de los mosaicos había una gran puerta de cristales que daba al jardín. La abrí con estrépito y, atravesando la terraza de mármol, bajé al jardín.
No bien había caminado unos pasos cuando, en una de las alamedas, me encontré con Nastasia, la vieja aya del conde.
Al mirar a esta viejecita, de rostro surcado de arrugas, ojos penetrantes y cabeza calva, de quien parecía haberse olvidado la muerte, se acordaba uno sin querer del sobrenombre con que la solían motejar los criados: laSychija2.
Al divisarme se estremeció y estuvo a punto de derramar un vaso consmetana3 que llevaba con ambas manos.
—¡Hola,Sychija! —le dije.
La vieja me miró de reojo y, sin contestarme, siguió su camino. Yo entonces la agarré por los hombros.
—No temas tonta, ¿dónde está el conde?
La vieja me señaló sus orejas.
—¿Estás sorda? ¿Desde cuándo lo estás?…
A pesar de su edad tan avanzada, la vieja oía y veía perfectamente, pero, a veces, cuando lo creía oportuno, se hacía la sorda o la ciega. Tras haberla amenazado con el dedo, la solté.
Solo había avanzado unos metros cuando oí voces y fue entonces cuando divisé a unos hombres. Allí, en donde la alameda se ensanchaba formando una especie de rellano, a la sombra de unas acacias, había una gran mesa con un samovar, y a los lados unos bancos de hierro. Las personas sentadas a la mesa charlaban tranquilamente.
Me acerqué con cierta cautela y, escondiéndome detrás de un arbusto de lilas, busqué al conde con la mirada.
Éste se hallaba sentado en un sillón, tomando el té. Vestía una bata de colorines que yo ya le había visto hacía dos años, y se cubría con un sombrero de paja. Su rostro ceñudo parecía preocupado y cualquier persona que no le conociera muy bien podía suponer que le atormentaba algún serio pensamiento, o algún contratiempo.
El conde Karnéiev no había cambiado en nada desde que lo vi la última vez; seguía igual de enjuto, semejante a un bitor, con la misma espalda estrecha y la misma cabeza pequeña y pelirroja. Igual que antes, tenía la nariz colorada y las mejillas fofas, como de trapo. En su figura no había nada que reflejase fortaleza ni virilidad: flaco, débil, apático. Lo único sugestivo eran sus bigotes largos y lacios. Le habían dicho en diversas ocasiones que el bigote le sentaba bien. Él se lo creyó. Y por aquel entonces, cada mañana se entretenía en medir la abundancia y longitud de los pelos que sombreaban sus pálidos labios, por si habían crecido. Más que un hombre, parecía un gato bigotudo y enfermizo.
Junto al conde se sentaba un hombre al que yo no conocía. Por contraste con mi amigo, era corpulento, con el pelo cortado al rape y unas cejas muy pobladas. Su cara, gruesa y de frente estrecha, relucía como un melón; tenía los labios apretados y sombreados por un bigote aún más largo que el del conde.
Miraba al cielo con indolencia. Su rostro, aunque de rasgos fofos, era áspero, como cuero curtido. No parecía ser ruso. Sin chaqueta ni chaleco, llevaba una camisa en la que se veían unas manchas oscuras producidas por el sudor. No tomaba té sino agua de Seltz.
A una distancia respetuosa se hallaba un hombre fornido y achaparrado, de orejas muy separadas y de nuca colorada. Era Urbenin, el administrador del conde.
En honor a la llegada de su excelencia, se había puesto una levita nueva, negra, y se veía que padecía terriblemente, puesto que su rostro curtido por el sol estaba empapado de sudor.
A su lado se encontraba el campesino que me trajo la carta.
Fue precisamente entonces cuando reparé en que era tuerto. Semejante a una estatua, permanecía tieso como un palo, sin hacer movimiento alguno, esperando a que le preguntaran.
—Kuzma, será preciso coger el látigo y darte una buena paliza —dijo el administrador, con voz suave y persuasiva—. ¡Habráse visto, cumplir las órdenes de tu señor con tanta negligencia! Debías haberle rogado que viniese enseguida e informarte con precisión de cuándo pensaba venir.
—Sí, sí —dijo el conde, todo nervioso—, hacía falta haberse enterado de todo. Te dijo que vendría, pero eso no basta. Es que necesito de él ahora mismo…, lo necesito sin falta. Tú se lo preguntaste, pero él no te comprendió.
—¿Por qué necesitas su presencia con tanta urgencia? —preguntó el señor gordo al conde.
—Tengo que verlo.
—Nada más que eso. Pues a mi parecer, Alekséi, este juez haría mejor en quedarse en casa. No estoy para visitas.
Me quedé asombrado. ¿Qué significaba aquel «no estoy para visitas», tan autoritario y seguro?
—Pero si no es una visita —exclamó mi amigo con voz suplicante—. Él no te impedirá descansar después de tu viaje. Por favor, querido, no seas maleducado con él. Verás qué hombre, le querrás enseguida, será tu mejor amigo.
Entonces salí de detrás del arbusto de lilas y me acerqué a la mesa. El conde, al verme, me reconoció enseguida y su rostro se iluminó con una sonrisa.
—¡Aquí está! —exclamó, sonrojándose de puro placer—. ¡Qué amable eres!
Y vino a mí dando saltitos. Me besó y sus largos bigotes rozaron mis mejillas repetidas veces. A los besos siguieron unos largos y repetidos apretones de manos.
—Serguéi, no has cambiado nada. Sigues siendo el real mozo de siempre. Te agradezco mucho que me hayas hecho caso viniendo a verme.
Una vez que me vi libre del conde y de sus reiteradas manifestaciones de amistad, saludé al administrador, a quien ya conocía desde hacía tiempo.
—¡Ay!, mi buen amigo… Si supieras cuánto me agrada volverte a ver —dijo el conde entre satisfecho y conmovido—. ¿No conoces a este señor? Permíteme que te presente a mi buen amigo Kaetán Kasimírovich Pshejotski. —Y, señalando al señor grueso, prosiguió—: Es mi viejo amigo Serguéi Petróvich Zinóviev, juez de instrucción del distrito.
El señor grueso, de cejas negras, se incorporó y me tendió la mano, que era gruesa y sudorosa.
—Encantado —murmuró, examinándome de pies a cabeza—. Encantado…
Una vez terminada la presentación, el conde me dio un vaso de té frío de un color muy oscuro, y me ofreció una caja con bizcochos.
—Pruébalos… Los he comprado en Enem, de paso por Moscú. Estoy enfadado contigo, Seriozha4, tan enfadado que estuve a punto de no hablarte nunca más. En dos años no me has escrito una sola carta, ni un solo renglón, y ni siquiera te has dignado contestar a una de las muchas que yo te he enviado.
—No sé escribir cartas —le contesté—. Y, además, ¿qué iba a poner?
—¿Cómo que qué ibas a poner?
—Precisamente eso, porque yo admito solamente tres categorías de cartas: las de amor, las de felicitaciones y las de negocios. No tenía por qué haberte escrito las primeras, porque ni eres mujer ni estoy enamorado de ti; no necesitas de las segundas; y estamos dispensados de las últimas, puesto que no tenemos negocios comunes.
—Después de todo tienes razón —dijo el conde, que nunca tardaba mucho...