: Fredric Brown
: La noche a través el espejo
: Reino de Cordelia
: 9788418141560
: 1
: CHF 6.20
:
: Krimis, Thriller, Spionage
: Spanish
: 304
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Considerada la obra cumbre de Fredric Brown, La noche a través del espejo, recrea la alocada estructura de Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo, en un relato poicíaco donde nada es lo que parece, y que se va complicando conforme avanza la acción, repleta de ingenio y sentido del humor. El protagonista, Doc Stoeger, es un editor de un periódico semanario local de una pequeña ciudad, harto de no no haber publicado una sola exclusiva en veinterés años. La visita de un extraño personaje, que como Stoeger también es un declarado amanate de la literatura de Lewis Carroll, lo atrapa de un cadena de sucesos extraños, casi surrealistas, que pondrán en peligro su propia vida. Un final tan inesperado como sorprendente cierra una novela policíaca perfecto y extraña, rebosante de ingenio, que trasciende los límites del género negro y se ha ido convirtiendo con el tiempo en uno de los clásicos de la novela norteamericana del siglo XX.

2


“¿Quién eres, anciano?”, quise saber,
“¿Y cómo la vida te ganas?”.
En mi cabeza su respuesta se fue a meter
Como a través de un colador las aguas.

—YA HABÉIS ENTRADO EN PRENSA, ¿verdad, Doc? —preguntó la voz de Clyde—. Seguro que sí, porque antes intenté localizarte en la oficina, pero luego alguien me dijo que si no estabas allí estarías en el bar de Smiley, aunque eso querría decir que habíais cerrado la…

—No importa. Cuenta —le dije.

—Sé que es un crimen, Doc, pedirte que cambies una noticia cuando tienes el periódico listo para imprimir y ya no estás en la oficina, pero han cancelado el rastrillo benéfico que íbamos a celebrar el martes. ¿Estás a tiempo de cargarte la noticia? De lo contrario, la leerá mucha gente que el martes por la noche se acercará hasta la iglesia y se llevará una decepción.

—Sin duda, Clyde —respondí—. Me ocuparé de todo.

Colgué. Regresé a la mesa y me senté. Me serví un whisky y, cuando Pete se acercó, le serví otro a él.

Me preguntó de qué iba la llamada y se lo conté.

Smiley y sus otros dos clientes seguían mirándome pero no dije nada hasta que Smiley comentó en voz alta:

—¿Qué ha pasado, Doc? ¿No habías dicho algo de un crimen?

—Sólo era una broma, Smiley —dije.

Se rió. Vacié mi vaso y Pete el suyo.

—Ya sabía yo que eso de acabar temprano tendría su pega. Ya estamos otra vez con un hueco de veinte centímetros en la portada. ¿Con qué lo llenamos? —dijo Pete.

—No tengo ni idea —respondí—. Pero esta noche vamos a dejarlo. Mañana por la mañana vendré a la misma hora que tú y ya se me ocurrirá algo.

—Eso dices ahora, Doc. Pero si mañana no apareces a las ocho ¿qué hago yo con un hueco en el periódico?

—Tu falta de fe en mí me espanta, Pete. Si te digo que vengo mañana, vendré. Probablemente.

—¿Y si no?

Suspiré.

—Puedes hacer lo que tú quieras.

Sabía que a Pete se le ocurriría algo si yo no aparecía. Sacaría alguna cosa de una página interior y taparía el nuevo hueco con un recurso para suscriptores o cualquier otro material de relleno. Quedaría fatal porque ya habíamos metido un anuncio para suscriptores y demasiado material de relleno, esos artículos pequeños que nos cuentan el número de tablas que pueden salir de una secuoya y la tasa actual de las manufacturas de lisa en el valle del Éufrates. No está mal en dosis pequeñas, pero cuando se le da mucho espacio…

Pete dijo que debía irse y se fue. Lo miré mientras se alejaba, envidiándolo un poco. Pete Corey es un buen tipógrafo y le pago casi tanto como cobro yo. Trabajamos casi el mismo número de horas, pero yo soy quien debe preocuparse cuando es necesario preocuparse, algo que ocurre la mayor parte del tiempo.

Los otros clientes de Smiley se marcharon nada más salir Pete y, como no me apetecía quedarme solo en la mesa, me llevé la botella a la barra.

—Smiley ¿te interesaría comprar un periódico? —pregunté.

—¿Qué? —se rió—. ¿Me tomas el pelo, Doc? Si no sale de prensa hasta mañana a mediodía.

—Cierto, pero esta semana merecerá la pena esperar. No te lo pierdas, Smiley. Aunque no me refería a eso.

—¿Eh? Ah, te referías a si quiero comprar el periódico. Me parece que no, Doc. No creo que se me diera bien. Para empezar, lo mío no es la escritura. Pero ¿no me dijiste el otro día que Clyde Andrews estaba interesado en comprarlo? ¿Por qué no se lo vendes a él, si quieres venderlo?

—¿Quién demonios ha dicho que quiero venderlo? Sólo he preguntado si tú estarías interesado en comprarlo.

Smiley parecía desconcertado.

—Doc —dijo—, nunca sé cuándo hablas en serio o en broma. ¿De verdad quieres vender?

—Lo he estado pensando —respondí despacio—, y no lo sé, Smiley. En este momento, me siento tentado. Creo que si me cuesta dejarlo es porque antes me gustaría sacar un buen número. Sólo pido un buen número en veintitrés años.

—Si lo vendieras ¿qué harías?

—Creo que pasaría el resto de mi vida sin dirigir un periódico.

Smiley decidió que ésa era otra de mis bromas y volvió a reírse. Se abrió la puerta y dejó paso a Al Grainger. Saludé con la botella, se acercó a mi lugar de la barra y Smiley sacó otro vaso y un vasito de agua. Al siempre necesita un vasito de agua.

Al Grainger es un joven mequetrefe —sólo tiene veintidós o veintitrés años—, pero es uno de los pocos jugadores de ajedrez de la zona y uno de los aún más escasos que entienden mi entusiasmo por Lewis Carroll. Además, va camino de convertirse en el hombre misterioso de Carmel City. Aunque no hace falta ser demasiado misterioso para alzarse con semejante distinción.

—Hola, Doc. ¿Cuándo vamos a jugar otra partida de ajedrez? —preguntó.

—No hay mejor momento que el presente, Al. ¿Aquí y ahora?

Smiley guardaba las piezas a mano para sus clientes raros, como Al Grainger, Carl Trenholm y yo. Cuando se las pedíamos, las sacaba y manipulaba como si le fueran a explotar. Al negó con la cabeza.

—Ojalá tuviera tiempo, pero tengo trabajo que hacer en casa.

Le serví whisky, aunque derramé un poco por fuera al intentar llenarle el vaso. Negó con la cabeza lentamente:

—El Caballo Blanco se desliza por el atizador. No guarda bien el equilibrio —dijo.

—Sólo voy por la segunda casilla. Pero el próximo avance será mayor. No olvides que a la cuarta voy en tren.

—Pues no lo hagas esperar, Doc, que cada nube de humo cuesta mil libras.

Smiley miraba primero a uno y luego al otro.

—¿De qué demonios habláis? —quiso saber.

No servía de nada intentar explicárselo. Lo señalé con el dedo y dije:

—Arrastrándose a tus pies podrás ver una mosca de pan con mantequilla. Tiene por alas finas rebanadas de pan con mantequilla, por cuerpo una corteza y por cabeza un terrón de azúcar. Y se alimenta de té con leche poco cargado.

—Smiley, se supone que debes preguntarle qué ocurre si no lo encuentra —dijo Al.

—Entonces yo responderé que, por supuesto, morirá, tú comentarás que eso debe ocurrir muy a menudo y yo afirmo que siempre.

Smiley volvió a mirarnos mientras negaba lentamente con la cabeza. Dijo:

—Estáis como cabras.

Luego se fue al otro extremo de la barra para fregar y sacar brillo a unos cuantos vasos.

Al Grainger sonrió de oreja a oreja.

—¿Qué planes tienes para esta noche, Doc? —preguntó—. Tal vez pueda jugar contigo una o dos partidas más tarde. ¿Estarás en casa y despierto?

Asentí.

—Me estaba mentalizando para volver a pie. Cuando llegue, leeré un rato. Y me tomaré uno o dos tragos más. Si vienes antes de la medianoche, estaré lo bastante sobrio como para jugar. Al menos lo bastante sobrio como para ganarle a un joven novato como tú.

Eso último era tan claramente falso que podía decirlo sin miedo: Al llevaba un año o más ganándome dos partidas de cada tres. Se rió y me dedicó esta cita:

“Eres viejo, padre William —el joven dijo—,
Y tu pelo muy blanco se ha vuelto,
Sin embargo te gusta hacer el pino
¿Crees que a tu edad eso es correcto?”.

Y como Carroll tenía la respuesta a esa pregunta, yo también:

“Cuando era joven —respondió el padre al hijo—,
Temía que me dañase el cerebro,
Pero ahora que sé que no tengo, y es fijo,
Lo hago siempre que quiero”.

—Tal vez tú sí tengas cerebro, Doc, pero dejemos de alternar versos antes de que llegues al “¡Lárgate si no quieres que te eche escaleras abajo!”, porque he de irme ya —dijo...