EL ENCARGADO me dijo: «Le tengo a usted aquí solo por respeto a su venerable padre; de lo contrario hace mucho tiempo que hubiera usted salido volando». Yo le dije: «Me lisonjea usted demasiado, excelencia, al suponer que yo sé volar». Luego, oí cómo decía: «Llévense a este señor; me ataca los nervios».
Al cabo de un par de días, me despidieron. Y así ocurrió a lo largo de todo el tiempo en que ya me consideraba adulto —para gran disgusto de mi padre, arquitecto municipal—: cambié nueve veces de empleo. Desempeñé distintos oficios, pero estos nueve trabajos se parecían unos a otros como dos gotas de agua: tenía que permanecer sentado, escribir, escuchar observaciones absurdas o groseras y esperar el momento en que me despidieran.
Cuando llegué a su casa, mi padre estaba profundamente arrellanado en el sillón y con los ojos cerrados. Su rostro, demacrado, delgado y con reflejos brill