El material
del que están hechos los sueños.
La tempestad, IV, I
WILLIAM SHAKESPEARE
ERA UN RINCÓN acogedor en el Purgatorio (una suite de la planta baja de una de las mansiones disponibles allí, y espléndidamente amueblada). Por supuesto, ninguna de las puertas cerraba y tampoco había buen tabaco de cachimba. Clive, debilitado por la larga residencia en Madrás, acusaba la abstinencia más que Hastings; pero, por otro lado, Hastings lamentaba muy amargamente la pérdida de su reserva particular deguldari en conserva. Y, si alguien se hubiera tomado la molestia de indagar, habría descubierto que el viejo Job Charnock, en el ático, padecía la privación más que ninguno. Pero los dos antiguos gobernadores generales no hicieron indagaciones; ellos estaban muy cómodos. Macaulay, cuya ruina fue leer sus propias observaciones acerca de Warren Hastings al oído de aquel hombre de Estado con malas pulgas, se había marchado a latable d’hôte. De ahí el alivio de los dos ilustres personajes. Ni que decir tiene que estaban enzarzados en alguna discusión intrascendente. Hastings, por enésima vez, estaba justificando su ejecución de Nuncomar. Aquello era parte del castigo de Clive. Y Clive interpolaba, mientras tanto, refutaciones y anécdotas concernientes al nabab de Murshidabad también por enésima vez. Aquello era parte de la condena de Hastings. La cuestión se había desarrollado como de costumbre hasta la