: Robert Walser
: Berlín y el artista
: Ediciones Siruela
: 9788418436833
: Libros del Tiempo
: 1
: CHF 9.90
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 348
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
«Cuando los débiles se creen fuertes». Walser no solo escribió esa frase, sino que la vivió. La vivió de manera rebelde y con regocijo, sin duda como una forma de resistencia en el fracaso y, sin duda, rebelándose también contra el éxito. No tener éxito no es sinónimo de ser una víctima, fracasar puede ser un acto heroico. Robert Walser es un héroe. En su radicalismo y su disposición a pagar el precio de su trabajo, es un ejemplo para todo artista, todo filósofo, todo escritor.Del prólogo La figura y la obra de Robert Walser llevan décadas inspirando a escritores y lectores de todo el mundo, incluido Thomas Hirschhorn, uno de los más innovadores artistas visuales contemporáneos, para quien el autor suizo es una figura capital, un escritor que se resiste a que le apliquen la etiqueta de «escritor», alguien para quien el concepto de arte está siempre conectado con un personalísimo punto de vista, sistemáticamente alejado del establishment. Berlín y el artista es una atractiva y provocadora selección de los más definitorios textos de Walser, un perfecto recorrido por la trayectoria de un creador irrepetible.

Robert Walser es uno de los más importantes escritores en lengua alemana del siglo XX. Nació en Biel (Suiza) en 1878 y publicó quince libros. Murió mientras paseaba un día de Navidad de 1956 cerca del manicomio de Herisau, donde había pasado los últimos años de su vida. Siruela  ha publicado también el libro de conversaciones Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig y Robert Walser. Una biografía literaria, de Jürg Amann.

VELADA EN EL TEATRO10


Estaba yo en el paraíso del Teatro de la Comedia de Z..., la jarra de cerveza a medio terminar a mi lado, la colilla del cigarrillo entre los dientes, sentado entre alumnas de la universidad, trabajadores y señoras gordas. El aire casi te asfixiaba. Los angelotes de escayola del techo del teatro parecía que sudaban y desfallecían. De cuando en cuando, me asomaba por encima de la barandilla para ver qué pasaba abajo. Allí, en mesas todas apretujadas, se sentaba gente joven de mejor clase, oficinistas de bancos, estudiantes con nobles marcas en la cara, a su vez enmarcada por el cuello rígido de la camisa, refinados caballeros de edad de los que aman la vida, y féminas de buena familia. En la zona de los palcos, en sus sillones de terciopelo rojo, donde la «gente fina de verdad», creí distinguir a unos cuantos literatos más o menos respetables; entre ellos a cierto redactor, un tipo que se ganó cierto renombre con sus «paseos literarios». Lo conocía un poco. Más bien tiene aspecto de charcutero bondadoso, pero quiere ser considerado parte de la gente más refinada. También había unos sombreros de señora espléndidos, y guantes largos, elegantísimos, bien ceñidos al brazo y hasta cubrir los carnosos codos. Colgada del centro del techo del salón, una araña arrojaba luz sobre las personas. Un tipo aporreaba el piano, haciéndolo sonar como un potente órgano, a todo volumen. El pianista tenía una cabeza de largos rizos negros y un bonito perfil. No había que pagar más por tener la oportunidad de contemplarlo. La maravillosa música del piano era el ángel invisible de inmensas alas cuyas plumas rozaban con suavidad los sentidos de espectadores y oyentes. Luego, poco a poco, fue levantándose el telón, y nos soltaron la comedia como si fuera una pella de algodón en rama que se sostiene entre dos manos mientras la van hilando. Los actores llevaban una velocidad pasmosa. El papel protagonista lo hacía el propio director. En los descansos, yo siempre me sumía en ensoñaciones muy vívidas. Me parecía como si las esculturas de piedra de ambos lados del escenario, tan osadas y desnudas ellas sobre sus pedestales, hubieran cobrado vida. En el fondo, todo esto tendría que haber sido superfluo. El piano no paraba de salpicarme con sus notas, qué condenado, y yo veía las delgadas manos tocando, aporreando y bailoteando sobre las teclas blancas y negras, y me habría causado gran placer que el descanso se prolongara media hora entera. Debajo de donde yo estaba, en la platea, una señora de edad avanzada se sonaba la nariz con un pañuelo que era una pura puntilla. Me parecía todo muy bonito e infinitamente mágico. Los camareros pasaban preguntando quién quería una cerveza. Aquella prosaica pregunta se me antojaba extraña. ¿Qué clase de gente era aquella, capaz de acercase así a los espectadores y preguntar si deseaban algo, si les apetecía algo de beber? Uno de los camareros tenía una cara que era toda ella un puro bigote, no se le veía más que el gran mostacho engominado y, entre medias, un par de grandes ojos oscuros muy brillantes. Ardían como dos ascuas que emergieran de la oscuridad de un bosque. Había otro camarero con la cara afeitada y de una palidez enfermiza, de una delgadez que daba angustia: los huesos de las mejillas se le marcaban como las rocas al borde de un acantilado. A este le cogí una jarra de cerveza, me apresuré a pagar y me metí otra colilla entre los dientes. Entonces, el piano me lanzó una nueva y majestuosa ola a la cara, al pecho, a las mangas de la levita, una ola tal que casi me creí necesitado de buscar un pañuelo para secarme. Pero de eso ya se habían encargado los rayos de luz amarillenta de la araña; no hacía falta que me preocupara. Luego volvió a haber largos momentos durante el descanso en los que tuve la sensación de que mis ojos se hubieran converti