EL HOMBRE DE TOMÁS MORALES
Ernesto Barroso no vivía lejos. Monroy subió la calle Aguadulce y, al llegar al paseo de Tomás Morales, giró a la derecha. No tuvo que andar demasiado para dar con la dirección. Consultó el directorio del portero automático. El nombre figuraba en el botón correspondiente al 4.º A. Nada más pulsarlo le respondió una voz de mujer. Temió haberse equivocado, pero, en cuanto dio su nombre, un chisporroteo eléctrico liberó la cerradura del portal. Atravesó un zaguán angosto, un túnel de espejos que multiplicaban la sensación de amplitud y, tras cruzar un burocrático saludo con un conserje que ordenaba correspondencia en el mostrador adyacente, subió en un ascensor de última generación cuyo hilo musical le escupió en las meninges algo de Kenny G.
Al llegar ante la puerta de Ernesto Barroso, se encontró con que esta ya estaba abierta. En el umbral lo esperaba una mujer de unos cincuenta años, rellenita y de piel aceitunada, vestida con un sencillo traje estampado protegido por un mandil de hule. La mujer sonreía con amabilidad.
—¿Don Eladio? Pase, por favor —invitó con un deje cantarín que podía ser de Ecuador o de Colombia, mostrándole el camino con un gesto de la mano—. Don Ernesto lo está esperando.
Orientado por la mujer, Monroy recorrió un pasillo de paredes pintadas de color salmón donde se alternaban algunos cuadros que no se detuvo a contemplar. Pasó ante varias puertas cerradas y, finalmente, a indicación de la mujer, entró en una sala diáfana que daba a Tomás Morales. Allí, junto al ventanal, halló al hombre que lo había telefoneado. Ernesto Barroso era, efectivamente, un anciano de actitud afable. Delgado, de mediana estatura, iba vestido con unos sencillos pantalones de pinzas de color beis y una camisa a rayas. Al verlo entrar, se dirigió hacia él con un gesto de manos abiertas, adelantando una para ofrecérsela. Sus movimientos eran ágiles y precisos, quizá demasiado para alguien que debía de tener, con toda probabilidad, unos ochenta años. El apretón de manos fue firme, y lo primero que a Eladio le llamó la atención de su rostro fueron los ojos castaños. En ellos había dulzura, pero también cierta opacidad, como si la dulzura intentase ocultar, sin conseguirlo, algún secreto amargor. No obstante, se le ocurrió que no había que ponerse tan fino: igual era solo que el viejo tenía cataratas.
—Primero que nada, le agradezco que haya tenido la amabilidad de venir. Y tan pronto —dijo Barroso, invitándolo a sentarse en el enorme sofá que formaba una herradura en torno a una mesa de centro de madera de cerezo.
Monroy tomó asiento, notando que sobre la mesa había una bandeja con un servicio de café y un plato con galletitas.
—Si tengo que ser sincero, tenía mucha curiosidad. ¿De qué conoce a Nico?
El viejo se sentó también, de forma que quedaran frente a frente.
—Soy cliente suyo. Suelo ir a Casa Lara. Una buena persona.
Monroy recordó que, en efecto, Nico había dejado el restaurante en el que trabajaba y había abierto un negocio por su cuenta. El Casa Lara estaba en la zona de Bandama, cerca del campo de golf, y, al parecer, no le iba mal. El tipo de clientela que consumía esos lujos no había dejado de salir ni de gastar dinero. Hacía tiempo que no se veían. Desde que tenía el nuevo negocio, el asturiano no paraba demasiado en la ciudad y Monroy no podía permitirse ir a sitios como ese.
—Me contó lo que hizo usted hace unos años.
—No me quedó otro remedio. Yo también estaba metido en el lío.
—Sí, pero a quien acusaban era a él. —Sin consultarle, Barroso sirvió dos tazas de café y puso una ante Monroy—. Usted se podría haber desentendido del asunto. En cambio, se jugó el tipo por Nico. Podría no haberlo hecho, pero lo hizo.
Monroy tampoco preguntó antes de servirse un poco de leche y dos cucharadas de azúcar.
—Tenía mis motivos.
—Lo supongo.
Revolvieron y probaron sus cafés en silencio. Monroy se dijo que lo único que le faltaba a aquel café era un cigarrito. Luego preguntó al viejo qué problema tenía. El hombre, de pronto, perdió la sonrisa y el secreto que se adivinaba en sus ojos le invadió por completo la mirada.
—Mi hijo Víctor murió hace tres semanas. Vivía en la zona de Las Canteras, en un ático que tiene allí la familia. Allá se lo encontró su hermano, con las venas abiertas. Según la autopsia, primero había tomado alcohol. Y diazepam. Mucho.
Barroso carraspeó un poco, tomó otro sorbo de café, acercó un cenicero y sacó un cigarrillo de un paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa. Aprovechó esa circunstancia para recuperar la sonrisa, comentando:
—Espero que no le moleste. Me gusta con el café.
Monroy, que ya había sacado su tabaco, lo informó de que a él también.
—Víctor —dijo Barroso, retomando el hilo— era el más pequeño. Treinta años. Mi mujer, que en paz descanse, y yo lo tuvimos tarde, cuando pensábamos que ella ya no podría, y por eso, a lo mejor, lo