: Cees Nooteboom
: Venecia. El león, la ciudad y el agua
: Ediciones Siruela
: 9788418436345
: El Ojo del Tiempo
: 1
: CHF 11.50
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: Reiseführer
: Spanish
: 272
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
«Nooteboom ha logrado lo imposible: decir algo nuevo sobre esta ciudad intemporal sobre la que parece que se ha dicho todo». ALBERTO MANGUEL «Cees Nooteboom ha desbordado con su incesante creatividad el límite que proponen los géneros literarios. [...] Ha hecho del nomadismo una actitud filosófica, estética y espiritual que trasciende las fronteras y revela la naturaleza expansiva de los horizontes humanos». Del jurado del PREMIO FORMENTOR DE LAS LETRAS 2020 La pasión de Cees Nooteboom por Venecia no se ha apagado en más de cincuenta años. Su primera visita fue en 1964, en compañía de una joven. Después, en 1982, llegó a Venecia en el Orient Express, pero no se subió a una góndola para recorrerla hasta su décima visita. Se ha sumergido en las profundidades del laberinto y ha descubierto sus propias lagunas urbanas entre los callejones, las cancelas cerradas y los incontables canales. Se rodea de aquellos que murieron y rinde tributo a los pintores y escritores, compositores y artistas que vivieron en esta ciudad o se inspiraron en ella, así como a los palacios, los puentes, las pinturas y esculturas que confieren a esta urbe una suerte de inmortalidad. Quienes conozcan bien y amen a la Serenísima y su literatura reconocerán en Nooteboom al brillante heredero de Montaigne, Thomas Mann, Rilke, Ruskin, Proust o Brodsky. Su homenaje a Venecia en este nuevo libro, impecablemente traducido por Isabel-Clara Lorda Vidal, es una deslumbrante aproximación tan erudita y cautivadora como digna de una temática tan sublime.

Cees Nooteboom (La Haya, 1933) es uno de los mayores y más originales escritores holandeses contemporáneos: traductor de poesía española, catalana, francesa, alemana y de teatro americano; autor de novelas, poesía, ensayos y libros de viaje. Su obra, en constante reflexión sobre el europeísmo y el nacionalismo, ha sido traducida a más de veinte idiomas. Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Europeo Aristeon de Literatura (1993) por La historia siguiente, el Premio Bordewijk (1981), el Premio Pegasus de Literatura (1982), el Premio Grinzane Cavour de Narrativa (1994), la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid (2003), el Premio Europeo de Poesía (2008), el Premio de Literatura Neerlandesa (2009) y el mayor premio que se concede en la literatura de viajes, el Premio Chatwin (2010), el prestigioso Premio Internacional Mondello (2017) y el Premio Formentor de las Letras 2020. En Francia ha sido nombrado Caballero de la Legión de Honor y es Doctor Honoris Causa por la Freie Universität de Berlín. Vive en constante nomadismo entre Holanda, España y Alemania.

Lenta llegada


En el hoy de entonces, la niebla cubre el valle del Po. No me apetece leer, así que me dedico a contemplar las pinturas móviles del exterior: una palmera falsa, un naranjo podado cuyos frutos cuelgan de forma ridícula, como un reproche, pero ¿un reproche a quién? Unos sauces que bordean un río contaminado de color marrón, unos cipreses talados, un cementerio con unos mausoleos enormes, como si residieran ahí unos muertos pretenciosos, unas sábanas rosas tendidas en una cuerda, un barco varado con la quilla podrida, y de repente me desplazo por el agua, por la blanquecina y espejeante llanura de la laguna cubierta por la bruma. Apoyo la cabeza contra la fría ventana y vislumbro a lo lejos el atisbo gris de algo que debe de ser una ciudad y que ahora solo es visible como una intensificación de la nada: Venecia.

En el vestíbulo de la estación ya he olvidado el tren, barnizado de color marrón, que se queda atrás en el andén otoñal. Vuelvo a ser un pasajero corriente que ha llegado de Verona y que se apresura con una maleta hacia elvaporetto. «Sobre los lóbregos canales se arqueaban altos puentes, había un oscuro olor a humedad, moho y podredumbre verde, la atmósfera de un pasado misterioso y secular, un pasado de intrigas y de crimen: unas figuras sombrías avanzaban por los puentes, junto a los muelles, envueltas en capas, enmascaradas; ¡más allá dosbravi parecían querer arrojar el cadáver de una mujer blanca desde el balcón… al agua silenciosa! Mas no eran sino espectros, fantasmas de nuestra imaginación…».

Este no soy yo; es Couperus2. Frente a mí no hay un espectro, sino una monja. Tiene la cara blanca, alargada y fina, y lee un libro sobreeducazione linguistica. El agua, aceitosa, es de un tono negro grisáceo, y el sol no brilla en ella. Pasamos por delante de muros cerrados, deteriorados, cubiertos de musgo y de moho. Delante de mí unas figuras oscuras cruzan el puente. Hace frío sobre el agua, un frío húmedo y penetrante que llega del mar. En unpalazzo veo a alguien encender dos velas de un candelabro. Todas las demás ventanas están cerradas detrás de unos postigos descascarillados, y en ese mismo instante se cierra también la última. Una mujer da un paso al frente y hace un gesto que no puede ser otro: se acerca a los postigos con los brazos muy abiertos, su figura recortada contra la tenue luz, y se oscurece a sí misma hasta la invisibilidad. Mi hotel está justo detrás de la Piazza San Marco. Desde mi habitación del primer piso veo un par de gondoleros que a esta hora de la noche aún esperan a turistas, sus negras góndolas meciéndose suavemente en el agua color muerte. En la plaza busco el lugar donde vi por primera vez elcampanile y San Marco. De esto hace ya mucho tiempo, pero aquel instante sigue grabado en mi memoria. El sol rebotaba en la plaza contra las redondas formas femeninas de arcadas y cúpulas, el mundo hizo un giro de noventa grados y sentí que la cabeza me daba vueltas. En aquel lugar el ser humano había creado algo imposible: en un par de terrenos pantanosos, había inventado un antídoto, un remedio mágico contra toda la fealdad del mundo. Esas imágenes las había visto yo cientos de veces y, sin embargo, no estaba preparado para ellas, porque me enfrentaba a la perfección. Aquel sentimiento de felicidad que me embargó nunca me ha abandonado. Recuerdo que me encaminé hacia aquella plaza como si estuviera haciendo algo prohibido; salí de los angostos y oscuros callejones y me adentré en aquel gran rectángulo desprotegido, bañado por la luz del sol, con aquella cosa asomando al fondo, aquel inverosímil encaje de piedra. Desde entonces he visitado Venecia a menudo y, aunque el flechazo de la primera vez no se ha repetido, subsiste en mí esa mezcla de embeleso y confusión, incluso ahora, con las brumas y las pasarelas elevadas. ¿Cuánto pesarán todos los ojos juntos que han visto esta plaza alguna vez?

Camino por la Riva degli Schiavoni. Si doblara hacia la izquierda me perdería en el laberinto, pero no quiero ir a la izquierda: quiero seguir caminando sobre esa frontera medio velada entre la tierra y el agua hasta llegar al monumento a los partisanos: la gran figura caída de una mujer muerta contra la que rompen las pequeñas olas del Bacino di San Marco. Es cruel y triste este monumento. La noche tiñe de negro el gran cuerpo sombrío que parece balancearse un poco. Las olas y la bruma me engañan; a causa del movimiento del agua, el cabello de la mujer parece esparcirse, como si la guerra se estuviera librando ahora y no entonces. La figura es de grandes proporciones porque quiere actuar sobre nuestra memoria; una mujer abatida a tiros,