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—¡Dame otra birra, Félix!
—Marchando, Charli.
El Félix regenta el bar desde hace más años de los que puede recordar. Lo montó con el dinero de un atraco. Atracó un banco con sus colegas y le salió bien. Lo decoró de una forma muy transgresora para aquellos tiempos: paredes y barra de maderas sustraídas de un almacén, fotos de grupos de rock y guitarras eléctricas que colgaban de las paredes, todo un museo dedicado a Fender, Gibson e Ibanez. El garito llevaba abierto más de treinta años y estructuralmente era idéntico al bar del principio. Pero el paso de los años había dejado su huella tanto en las paredes y elementos decorativos como en la cara del Félix, que había pasado de lucir melena heavy metal a no tener ni un pelo en la cabeza, algo que intentaba paliar con una barba de esas que no sabes si es hípster o yihadista, que bromas ya tenía que aguantar el barman por parte de los parroquianos, en su mayoría exyonquis que cambiaron la aguja por la botella. Siguen con sus tendencias suicidas, pero es un suicidio más lento, más llevadero, aunque seguramente el Estado habría preferido que la palmaran de un mal pico, mucho más rápido que una hepatitis alimentada de birra y copas a lo largo de décadas. Se habrían ahorrado un buen puñado de pensiones y mucho dinero en pruebas médicas y medicinas.
Parece como si en el bar hubieran puesto una bomba y el Félix se hubiera limitado a barrer y pasar el plumero. La decoración sigue siendo llamativa a pesar del paso del tiempo, pero, con todo, lo más pintoresco es otra cosa. Hace ya mucho tiempo, demasiado tiempo, un mal pico de caballo se llevó por delante a un colega del Félix, uno de los que lo acompañaron en el robo al banco. Tras el entierro, el Félix hizo que le confeccionaran una cinta de cuero negro de medio metro de larga con el nombre y los apellidos de su colega en letras doradas. Cuando la tuvo, la colgó en la pared, detrás de la barra, ocupando un lugar preferente dentro de toda la parafernalia rocanrolera. La gente en el barrio la fue palmando, bien de malos bucos, en tiroteos, de una mala puñalada, de sida, de cirrosis; en fin, de esas muertes que no pasan en otros sitios pero sí en el barrio. Los colegas de los muertos copiaron la idea del Félix, es decir, que por cada fiambre imprimían una cinta y se la llevaban al bar. Así que, aparte de las de los colegas muertos de uno de los bármanes más antiguos del barrio, allí se colgaban cintas de toda la gente que la había ido palmando por unas cosas o por otras. En la última auditoría realizada salieron ciento cincuenta y tres cintas, lo cual significaba que el censo del barrio había adelgazado un poco en las últimas décadas, y eso que allí no estaban todos los fiambres, ni mucho menos.
Pero no perdamos de vista al Charli, el tipo que acaba de pedir la enésima birra. Un hombre nacido en el barrio, casado, con críos y feliz o infelizmente divorciado, según se mire. Exyonqui, expolitoxicómano, afiliado a la botella, amigo de sus pocos amigos, buena gente, pero con un cerebro de mosquito, ha alternado sus años de existencia entre el barrio y algunas cárceles de la geografía española. Sin oficio conocido, desde bien joven le entró la vocación de apropiarse de bienes ajenos, de ahí su condición de expresidiario.
El Charli mira su tercio de cerveza Mahou como si fuera un hermano al que hay que cuidar para que no se junte con malas compañías. Lo hace con ojos ovejunos, con sus cuatro pelos sudados y alborotados y la moral por los suelos. Que su exmujer entre por la puerta como si fuera una locomotora del Ave hace que abra los ojos de par en par, como si estuviera viendo una aparición. El tercio cae al suelo desde lo alto de la mesa, pero curiosamente no se rompe, para alivio del Félix.
—¡Tú, desgraciao! ¡Es la última vez que te lo digo! ¡Como sigas sin pagarme vas a parar al juzgao, y luego a la cárcel, que pa estar aquí siempre sentao yo no sé pa qué te sueltan!
—Oye, tía, podríamos hablar esto en otro sitio, a solas, y no aquí delante de tol mundo.
El Félix, que con ese instinto que te da el oficio de camarero intuye t