EN LA FRONTERA
Abandonada Chihuahua, el ejército federal de Mercado permaneció tres meses en Ojinaga, a orillas del río Bravo, tras su espectacular y terrible retirada a través de seiscientos cincuenta kilómetros de desierto.
En Presidio, en el lado estadounidense del río, se podía trepar al tejado de barro alisado de la oficina de correos. Desde allí, tras un kilómetro y medio de bajos matorrales que crecían en la arena, se divisaba el río poco profundo y amarillento y, más allá, la pequeña meseta donde se encontraba el pueblo, claramente recortado en un desierto abrasador, rodeado de montañas peladas e inhóspitas.
Se podían ver las casas de adobe de Ojinaga, cuadradas y grises, y algunas cúpulas orientales de viejas iglesias españolas. Era una tierra tan desolada y desprovista de árboles que uno esperaba ver minaretes. Durante el día, los soldados federales vestidos con andrajosos uniformes blancos pululaban por allí cavando trincheras sin orden ni concierto, pues se rumoreaba que Villa y sus victoriosos constitucionalistas venían de camino. El sol producía súbitos destellos al reflejarse en los fusiles y espesas nubes de humo se elevaban en línea recta hacia el cielo.
Al atardecer, cuando el sol caía como la llamarada de un alto horno, pasaban patrullas a caballo en dirección a las avanzadillas nocturnas, perfilándose claramente sobre el horizonte. Al caer la noche ardían misteriosas hogueras en el pueblo.
Había tres mil quinientos hombres en Ojinaga. Eso era todo lo que quedaba del ejército de diez mil hombres comandado por Mercado y de los cinco mil que Pascual Orozco había llevado al norte como refuerzo desde Ciudad de México. De esos tres mil quinientos, cuarenta y cinco eran comandantes, veintiuno coroneles y once generales.
Yo quería entrevistar al general Mercado, pero como un periódico había publicado algo que había molestado al general Salazar, este había prohibido la presencia de reporteros en la ciudad. Envié una respetuosa petición al general Mercado, pero la nota fue interceptada por el general Orozco, que la devolvió con la siguiente respuesta:
Estimado señor:
Si pone los pies en Ojinaga, le llevaré contra un muro y con mi propia mano tendré el gusto de coserle la espalda a balazos.
A pesar de todo aquello, vadeé el río y me dirigí al pueblo. Por suerte no me encontré con el general Orozco. Nadie pareció oponerse a que yo entrara. Todos los centinelas que vi estaban durmiendo la siesta a la sombra de los muros de adobe. Enseguida me topé con un amable oficial llamado Hernández, a quien le expliqué mi intención de ver al general Mercado.
Sin preguntarme quién era yo, frunció el ceño, cruzó los brazos y me soltó:
—¡Soy el jefe del Estado Mayor del general Orozco y no voy a llevarle hasta el general Mercado!
No dije nada. Pasados unos minutos, me explicó lo siguiente:
—¡El general Orozco odia al general Mercado! No se digna a ir al cuartel del general Mercado, y el general Mercado no se atreve a ir al cuartel del general Orozco. Es un cobarde. Huyó de Tierra Blanca y luego escapó de Chihuahua.
—¿Qué otros generales no le gustan? —pregunté.
Se contuvo y, tras echarme una mi