: John Reed
: México insurgente
: Nórdica Libros
: 9788418067099
: 1
: CHF 11.50
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 390
: Wasserzeichen
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
En 1910, Pancho Villa lideró una rebelión contra los terratenientes ricos y luchó para redistribuir la tierra a los pobres mexicanos que la trabajaban para los propietarios, en lo que se llamó 'la primera revolución socialista'. Originalmente publicado como una serie de artículos periodísticos para el Metropolitan Magazine, México insurgente es la crónica de la Revolución mexicana, escrita por John Reed mientras vivía con los rebeldes mexicanos, siendo amigo de Pancho Villa y luchando contra las fuerzas del Gobierno mexicano. El ilustrador Alberto Gamón nos acompaña con su genial trabajo gráfico al México de comienzos del siglo xx.

John Reed (Portland, 1887 - Moscú, 1920). Fue testigo excepcional de los acontecimientos que cambiaron el rumbo de la historia en la primera mitad del siglo xx. Acompañó a Pancho Villa durante la revolución mexicana como corresponsal de guerra y viajó a lo largo de todo el frente oriental durante la Primera Guerra Mundial. En Petrogrado (hoy San Petersburgo) presenció el II Congreso de los Sóviets de Obreros, Soldados y Campesinos de toda Rusia, que coincidió con el inicio de la Revolución de Octubre. Al regresar a Estados Unidos, fundó el Partido Comunista de Estados Unidos. Fue acusado de espionaje, se vio obligado a escapar de su país y a refugiarse en la Unión Soviética, donde murió el 17 de octubre de 1920. Le enterraron en la Necrópolis de la Muralla del Kremlin, en Moscú, junto a los más notables líderes bolcheviques.

EN LA FRONTERA

Abandonada Chihuahua, el ejército federal de Mercado permaneció tres meses en Ojinaga, a orillas del río Bravo, tras su espectacular y terrible retirada a través de seiscientos cincuenta kilómetros de desierto.

En Presidio, en el lado estadounidense del río, se podía trepar al tejado de barro alisado de la oficina de correos. Desde allí, tras un kilómetro y medio de bajos matorrales que crecían en la arena, se divisaba el río poco profundo y amarillento y, más allá, la pequeña meseta donde se encontraba el pueblo, claramente recortado en un desierto abrasador, rodeado de montañas peladas e inhóspitas.

Se podían ver las casas de adobe de Ojinaga, cuadradas y grises, y algunas cúpulas orientales de viejas iglesias españolas. Era una tierra tan desolada y desprovista de árboles que uno esperaba ver minaretes. Durante el día, los soldados federales vestidos con andrajosos uniformes blancos pululaban por allí cavando trincheras sin orden ni concierto, pues se rumoreaba que Villa y sus victoriosos constitucionalistas venían de camino. El sol producía súbitos destellos al reflejarse en los fusiles y espesas nubes de humo se elevaban en línea recta hacia el cielo.

Al atardecer, cuando el sol caía como la llamarada de un alto horno, pasaban patrullas a caballo en dirección a las avanzadillas nocturnas, perfilándose claramente sobre el horizonte. Al caer la noche ardían misteriosas hogueras en el pueblo.

Había tres mil quinientos hombres en Ojinaga. Eso era todo lo que quedaba del ejército de diez mil hombres comandado por Mercado y de los cinco mil que Pascual Orozco había llevado al norte como refuerzo desde Ciudad de México. De esos tres mil quinientos, cuarenta y cinco eran comandantes, veintiuno coroneles y once generales.

Yo quería entrevistar al general Mercado, pero como un periódico había publicado algo que había molestado al general Salazar, este había prohibido la presencia de reporteros en la ciudad. Envié una respetuosa petición al general Mercado, pero la nota fue interceptada por el general Orozco, que la devolvió con la siguiente respuesta:

Estimado señor:

Si pone los pies en Ojinaga, le llevaré contra un muro y con mi propia mano tendré el gusto de coserle la espalda a balazos.

A pesar de todo aquello, vadeé el río y me dirigí al pueblo. Por suerte no me encontré con el general Orozco. Nadie pareció oponerse a que yo entrara. Todos los centinelas que vi estaban durmiendo la siesta a la sombra de los muros de adobe. Enseguida me topé con un amable oficial llamado Hernández, a quien le expliqué mi intención de ver al general Mercado.

Sin preguntarme quién era yo, frunció el ceño, cruzó los brazos y me soltó:

—¡Soy el jefe del Estado Mayor del general Orozco y no voy a llevarle hasta el general Mercado!

No dije nada. Pasados unos minutos, me explicó lo siguiente:

—¡El general Orozco odia al general Mercado! No se digna a ir al cuartel del general Mercado, y el general Mercado no se atreve a ir al cuartel del general Orozco. Es un cobarde. Huyó de Tierra Blanca y luego escapó de Chihuahua.

—¿Qué otros generales no le gustan? —pregunté.

Se contuvo y, tras echarme una mi