Prólogo: «Nació tu nombre de aquello a lo que mirabas»
La fugacidad de la vida, la caducidad del hombre, es uno de los temas recurrentes en la reflexión y en la poesía de todos los tiempos. «Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. Esparce el viento las hojas por el suelo, y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación humana nace y otra perece»1.
Es difícil que el hombre, cada uno de nosotros, aun dentro de la distracción en la que pueden acabar sus días, pueda escapar en algún momento de esta experiencia elemental de la vida. Israel no fue una excepción.
Dice Isaías: «Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor […]. Sí, el pueblo es como la hierba, que se agosta y se marchita»2. Y el Salmo 90 insiste en la misma idea: «Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna. […] Son como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca»3. En el Salmo 8 el gran rey David grita: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?»4, mientras que el Salmo 39 contiene esta súplica: «‘Señor, dame a conocer mi fin y cuál es la medida de mis años, para que comprenda lo caduco que soy’. Me concediste un palmo de vida, mis días son nada ante ti; el hombre no dura más que un soplo, el hombre pasa como una sombra, por un soplo se afana, atesora sin saber para quién»5.
Es tan común esta experiencia de nulidad y de fragilidad, observa Giussani, que representa, de hecho, «el primer sentimiento objetivo, el primer pensamiento reflejo que el hombre puede tener sobre sí mismo. Somos como hojas al viento» (ver aquí, p. 23). Ni siquiera las relaciones entre los hombres escapan a este sentido de inconsistencia última, pues, de hecho, «todas las relaciones llevan el sello de esta fragilidad inconmensurable: mientras las estrechas, se te escapan; todo te dice adiós» (p. 36).
Pero a un observador atento como don Giussani no se le escapa algo que es irreductible y que se sustrae a esta caducidad. Por ello abre un resquicio a la esperanza: «Y sin embargo, dentro de esta nulidad […], dentro de esta fragilidad inconmensurable, dentro de esta contingencia triste, melancólica, la quilla de nuestra nave, dice el poeta español Juan Ramón Jiménez, ‘ha tropezado, allá en el fondo, / con algo grande’». Este algo grande es el sentido del destino, más fuerte que nuestra fragilidad. En esta perspectiva, «el hombre es ese nivel de la naturaleza en el que esta percibe el destino, percibe que tiene un destino». Pero si esta conciencia, «si lo que hemos percibido no se despliega a modo de levadura que fermenta la masa; si no cobra vida y se desarrolla como un organismo, esta percepción del destino se queda por dentro como un plomo, [...] un cuerpo ajeno a nuestra vida que así pierde su baricentro, su centro de gravedad» (p. 36).
Por tanto, no basta con haber advertido el impacto de algo grande para que esto se convierta mecánicamente en el centro de gravedad del yo. Es necesario que nuestra vida «experimente el temblor del ideal, sea traspasada por él, se vea vencida en última instancia por el ideal y por tanto esté determinada por él». No es suficiente con lo que ya sabemos, y lo constatamos en cuanto observamos las consecuencias de esta actitud: «Damos por descontado que el ideal existe porque creemos en él, porque lo recordamos de vez en cuando, pero todo el tejido de nuestra existencia está como desprovisto de él. De este modo, el nivel dramático de la vida, que consiste en identificar una conveniencia humana en todos los campos y en todos los sentidos, tal como la percibimos de forma natural, no encuentra paz y, en última instancia, no tiene alegría». Para Giussani no se halla paz porque falta «la seguridad de aquello por lo que uno hace y vive todo». Y no existe alegría interior porque «la felicidad futura, la que nos aguarda al final, no se refleja, anticipadamente, sobre el presente» (p. 80).
Hemos de admitir que nos cuesta sobremanera «acoger el ideal en términos de conveniencia humana» por el miedo a perder algo. Para Giussani es todo lo contrario: «Y fijaos que este acoger, de por sí, no implica dejar nada de lo que compone nuestro atavío humano; es una revolución pacífica y gustosa que se produce dentro del sujeto mismo que actúa, desde su interior» (p. 80).
¿Qué debe suceder para que la conciencia del destino penetre en el tejido de nuestra existencia? Se trata de un desafío, pues en el contexto actual, «para la mayoría de la gente, Dios puede ser una palabra respetable, pero no tiene nexo alguno con la vida (como mucho, es una idea que da miedo). El clima cul