Capítulo I
Noche crimeana
El teniente Sutch fue el primer invitado del general Feversham en llegar a Broad Place. Eran alrededor de las cinco de una soleada tarde de mediados de junio, momento en que la antigua casa de ladrillo rojo, edificada en una ladera meridional de las colinas de Surrey, resplandecía en las oscuras profundidades de un pinar con la calidez de una exótica joya. El teniente Sutch cruzó cojeando el recibidor, de cuyas paredes colgaban los retratos de los Feversham uno encima de otro hasta llegar al techo, y salió a la enlosada terraza de la parte posterior, lugar donde encontró a su anfitrión, erguido como un muchacho en su asiento, vuelto al sur, a Sussex Downs.
—¿Cómo anda la pierna? —inquirió el general Feversham al tiempo que se levantaba con gesto enérgico. Era un hombre pequeño, nervudo y, a pesar de sus canas, muy despabilado. No obstante, toda su actividad era física. El anguloso rostro, la elevada y estrecha frente, así como los inexpresivos ojos de acerado azul, sugerían esterilidad mental.
—Me dio quehacer durante el invierno —respondió Sutch—, aunque era de esperar.
El general Feversham asintió, y durante unos instantes ambos guardaron silencio. Desde la terraza, el terreno trazaba una pronunciada pendiente hasta una extensa llanura de tierra parda, verdes prados y oscuro macizos de árboles. En ella se alzaban algunas voces, distantes pero claras. A lo lejos, en dirección a Horsham, la columna de humo de una locomotora serpenteaba veloz entre los árboles, mientras que en el horizonte se perfilaban los Downs, sembrados de manchones de arcilla.
—Supuse que le encontraría aquí.
—Este era el lugar favorito de mi esposa —explicó Feversham, en un tono con el que no delató la menor emoción—. Pasaba aquí las horas muertas. Tenía predilección por los espacios amplios y vacíos.
—Sí —dijo Sutch—, su esposa tenía imaginación. Tanta, que lograba poblarlos con sus pensamientos.
El general Feversham miró a su acompañante como si apenas le hubiera comprendido. Sin embargo, no hizo preguntas: tenía por costumbre desterrar de su mente todo aquello que no alcanzaba a comprender, como si lo considerara indigno de someterlo a razonamiento. Pasó enseguida a tratar otro tema.
—Esta noche habrá menos comensales.
—Sí. Collins, Barberton y Vaughan nos abandonaron este invierno. Constamos en la lista de oficiales del ejército, cierto, pero arrinconados a media paga con carácter permanente. Solo falta que nuestros nombres aparezcan publicados en la sección de necrológicas de laGaceta, lo cual supondrá nuestro retiro definitivo del servicio. —Sutch estiró y descansó la pierna coja, aplastada y retorcida de resultas de la caída de una escala de sitio catorce años antes, fecha cuyo aniversario se cumplía precisamente aquel día.
—Me alegro de que haya llegado usted antes que los demás —continuó Feversham—. Querría conocer su opinión. Este día supone para mí algo más que el aniversario de nuestro asalto a Redan. En el