: François-Xavier Bellamy
: Permanecer Para escapar del tiempo del movimiento perpetuo
: Ediciones Encuentro
: 9788413393544
: 1
: CHF 8,70
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: Philosophie
: Spanish
: 208
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
Esta época se entrega a la velocidad, al cambio, a hacer más y más, más y más deprisa. No sabemos con claridad hacia dónde vamos, cuál es el destino de ese 'progreso'; pero tenemos que seguir corriendo. Solo que correr también significa alejarse, dejar los recuerdos, el hogar, para ir ¿adónde? Xavier-François Bellamy nos presenta un elogio de la permanencia exponiendo las consecuencias de dejarse arrastrar por una sociedad acelerada. Mientras recorre con agilidad la historia que nos ha llevado hasta aquí, Bellamy nos anima a detenernos, a disfrutar de los lazos que han construido una cultura y una civilización. Sin renegar de los beneficios de la revolución técnica, señala lo que parece que se nos ha olvidado: los fundamentos que nos permiten habitar el mundo. 'Hay un secreto lazo entre la lentitud y el recuerdo, entre la velocidad y el olvido', escribe Milan Kundera. Y la morada, poderosa metáfora, es el lugar donde la humanidad se manifiesta creando poco a poco espacios habitables en los que palpita un mundo interior. Este libro contiene una necesaria llamada de atención ante la loca voluntad colectiva de entregarse a la fascinación por la rapidez y la novedad. ¿Seremos capaces de recuperar las riendas de nuestro destino común?

François-Xavier Bellamy (París, 1985), licenciado en Filosofía, es profesor en el Colegio Blomet de París, donde imparte clases de Literatura y Filosofía. En los últimos años ha alternado su labor como profesor con una intensa actividad política, siempre como figura independiente, formando parte del gabinete asesor de los Ministerios de Cultura y Comunicación y de Justicia, y llegando a ser elegido en 2008 vicealcalde de Versalles. En 2013 François-Xavier Bellamy crea en París 'Les Soirées de la Philo', un ciclo de conferencias bimensuales de filosofía que reúne a centenares de personas, mayoritariamente jóvenes. La publicación en 2014 de la edición francesa de Los desheredados, con más de 60.000 ejemplares vendidos, le ha llevado a dar más de 200 conferencias por toda Francia y a recibir numerosos premios y reconocimientos.

Introducción

La noche cae sobre La Marsa. En las pistas, el ruido de los motores se ha detenido. Por unos momentos, una efímera tranquilidad sustituye al movimiento incesante de los aviones. En este verano de 1943, el peligro se está alejando de las costas tunecinas, que acaban de ser liberadas después de intensos combates contra las fuerzas del Eje. Americanos, ingleses y franceses han conseguido expulsar a las tropas del AfricaKorps y a los regimientos italianos. El aeródromo de El Aouina, que hace solo unas semanas sufría duros ataques de los bombarderos, es ahora una base de salida desde la que hacer breves incursiones aéreas en territorio enemigo y para los vuelos de reconocimiento hacia Italia o Francia. La guerra continúa —sin duda por mucho tiempo— y los pilotos acantonados en La Marsa salen cada día a coquetear con la muerte. No obstante, la línea del frente se ha desplazado, el enemigo parece lejano, y al llegar la hora del descanso es posible instalarse en la ilusoria seguridad de antaño. Mientras cae la penumbra solo se escuchan el apagado sonido de una radio que chisporrotea desde un barracón y el viento que trae, junto al frío, la sorda vibración de la ciudad, los ecos de la cercana Túnez. Algunos hombres se relajan jugando a las cartas, aunque la mayoría está ya durmiendo. Uno de ellos se ha desvelado.

El comandante Antonie de Saint-Exupéry comparte habitación con dos militares americanos. Es mucho mayor que ellos, incluso demasiado mayor para seguir volando. Acaba de cumplir 43 años, una edad que sobrepasa con mucho los límites establecidos para los pilotos que se exponen a misiones de guerra y a vuelos de gran altitud en unos aviones que ponen a prueba el organismo, por muy robusto que uno sea. Saint-Exupéry no es para nada robusto: «Mi estado físico —escribe al doctor Pélissier en junio de 1943— hace que cualquier esfuerzo me resulte tan difícil como una ascensión en el Himalaya»1. Son confesiones que se hacen a un amigo, pero que procura ocultar con cuidado a sus compañeros y, sobre todo, a sus superiores. Para conseguir retomar el servicio había tenido que elevar ruegos a las más altas instancias. A fuerza de perseverancia consiguió el permiso cuando parecía poco probable y fue así como pudo volver a formar parte del grupo 2/33, al que el mundo entero conocería leyendo suPiloto de Guerra.

«Lo primero y más importante es asumir tu carga», escribía. «Cada uno es responsable de todos. Cada uno es el único responsable. Cada uno es el único responsable de todos los demás». Aunque, como él mismo dijo, tenía «todas las razones del mundo para quedarse», fue este sentimiento de responsabilidad lo que le llevó a dejar su exilio americano y a multiplicar las peticiones para que le dejaran participar en la guerra. «No parto para morir, voy para poder sufrir, para estar así en comunión con los míos»2.

Quiso vivir esa comunión por encima de cualquier reglamento, más allá de toda prudencia, contra los consejos de sus amigos, que estaban preocupados. Quería ejercer su derecho a arriesgar la vida por su país ocupado. Lo solicitó, lo reclamó y también lo negoció de todas las maneras posibles, hasta que finalmente pudo obtenerlo. Ahora estaba instalado junto al grupo 2/33 en la base militar americana y volaba, cruzando los cielos, casi cada día, pero no por eso se sentía feliz. La fatiga física, la complejidad de volar en aviones nuevos que no le resultaban familiares, la rudeza de la vida militar a la que tampoco estaba habituado… todo esto pesaba sobre su ánimo. Sin embargo, aquella tarde de julio de 1943 era otra cosa lo que le sumergía en la tristeza, algo muy distinto al cansancio o a las dificultades habituales de las que se quejaba. En su mirada se percibía otra inquietud formándose lentamente. Un presentimiento. Una angustia.

Una angustia que él dejaba fluir sobre el papel porque entendía que «el hombre apenas es capaz de sentir lo que no es capaz de formular»3 y necesita de las palabras para comprender su propia vida interior. Saint-Exupéry anota esto en su escritura casi ilegible gracias a la tenue luz de una vieja lámpara. Sus dos compañeros duermen, agotados de cansancio, pero él escribe.

Un año más tarde alguien encontrará entre sus papeles