Introducción
Al atardecer del 28 de febrero de 2013, despegaba de San Pedro un helicóptero blanco, sobrevolando la ciudad de Roma, acompañado por el sonido de las campanas de las iglesias de la capital. Trasladaba a Benedicto XVI, el anciano pontífice, que había sido el primero en presentar la renuncia a su ministerio en la Edad Moderna. El teólogo más grande de nuestro tiempo se había encontrado teniendo que administrar una difícil herencia, la de Juan Pablo II, con una Iglesia marcada por problemas y escándalos que habían alterado y manchado la imagen de la misma a los ojos del mundo. Su determinación de resolverlos y contrarrestarlos no había sido suficiente ante el debilitamiento de sus fuerzas. Su sucesor, el arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Mario Bergoglio, venía «del otro extremo del mundo». A la dulzura apacible de Ratzinger la sustituía la dulzura impetuosa de Francisco, su forma sencilla de hablar, su manera directa de expresarse y dirigirse al corazón de la gente. Un testimonio persuasivo hasta el punto de cambiar, en unos pocos años, desde el 13 de marzo de 2013, la mirada a la Iglesia, cuya pesada herencia ya no constituye una acusación. El éxito planetario de la figura de Francisco no ha cubierto, como en los años de Juan Pablo II, el vacío progresivo de las iglesias. Este sostiene la fe humilde de los pueblos, de los sencillos, de aquellos que en el escenario de la historia son los «invisibles». Con todo, el encuentro entre el pontificado y la realidad popular no ha provocado aplausos y reconocimientos en todas partes. Como escribe Agostino Giovagnoli:
Su popularidad, sin embargo, no se extiende por todas partes ni en todos los medios y, sobre todo, la novedad que él trae no siempre es aceptada y comprendida. Este es, asimismo, el caso de gran parte de las clases dirigentes europeas y, especialmente, de los intelectuales y los universitarios del Viejo Continente. De hecho, en Europa, el mundo de la cultura se muestra al menos un tanto inseguro con respecto al nuevo papa. Indudablemente, el papa Francisco ha realizado pocas visitas a las grandes instituciones culturales y han sido raros los encuentros con exponentes de la academia. De él no se recuerdan lecciones magistrales como las de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona o en el Collège des Bernardins, en París. Han sido pocas, además, las ocasiones en que ha hablado de manera explícita sobre la actividad cultural, la investigación científica o los problemas de los intelectuales. Pero todo eso no basta para explicar la distancia entre Francisco y el mundo de la cultura europea2.
En realidad —observa Giovagnoli—, no es verdad que Francisco esté alejado de la cultura, de la europea en particular. «De sus escritos, por último, surge un pensamiento más complejo y elaborado de lo que aparentemente se manifiesta. A pesar de lo que se piensa por lo general, cuanto más se leen sus encíclicas, sus discursos o sus homilías, más se tiene la impresión de que Francisco conoce el mundo de los intelectuales y tiene convicciones sólidas sobre el rol de la cultura en la sociedad contemporánea»3. Esta «complejidad» del pensamiento de Bergoglio no ha encontrado hasta ahora, salvo pocas excepciones, la atención que merece4. Proliferan, por el contrario, los críticos, los teólogos de última hora, aquellos que deducen la visión del papa de los artículos de periódicos. Dos son las objeciones que vuelven con desarmante monotonía. Para la primera, Francisco sería un populista, un «peronista» argentino, carente de las categorías capaces de comprender las sutiles distinciones de la Europa liberal y moderna. Para la segunda, Bergoglio no tendría la preparación teológica y filosófica necesaria para desempeñar el cargo petrino. Ambas críticas se mezclan en la presunción, enteramente europea y norteamericana, de que lo procedente de América Latina no está a la altura de los parámetros occidentales. Se trata de una persuasión bien expresada por Angelo Panebianco, según el cual «es inevitable —dado que cada uno de nosotros es hijo de su propia historia— que este papa, como todos los que le han precedido, traiga consigo, además de su fe y su interpretación del Evangelio, también experiencias, ideas y sentimientos que forman parte de la tradición de su tierra. Tradición que no coincide necesariamente con la nuestra. Es plausible que, en un país de un capitalismo maduro, como es, a pesar de todo, Italia, no sean pocos, incluso entre los católicos, los que disienten de Bergoglio en materia de trabajo y beneficio o los que —por poner otro ejemplo— no creen que las guerras contemporáneas sean puramente frut