El río
El niño estaba triste y lánguido en medio de la oscura sala de estar, mientras su padre le ponía un abrigo de cuadros escoceses. Aunque todavía no había sacado la mano derecha por la manga, su padre le abrochó el abrigo y le empujó hacia una pálida mano con pecas que lo esperaba en la puerta medio abierta.
—No está bien arreglado —dijo en voz alta alguien en el vestíbulo.
—Bueno, entonces, por el amor de Dios, arréglelo —dijo el padre—. Son las seis de la mañana.
Estaba en albornoz y descalzo. Cuando llevó al niño a la puerta e intentó cerrarla, un esqueleto pecoso con un abrigo largo verde y un sombrero de fieltro le dijo:
—¿Y el billete del niño y el mío? Tendremos que coger el tranvía dos veces —dijo ella.
Él fue otra vez al dormitorio a coger dinero y, cuando volvió, el chico y ella estaban en mitad de la habitación. Ella estaba mirándolo todo.
—Si tuviera que venir alguna vez a quedarme contigo, no soportaría el olor de esas colillas mucho rato —dijo sacudiendo el abrigo del chico.
—Aquí tiene el dinero —dijo el padre.
Se dirigió hacia la puerta, la abrió del todo y se quedó allí esperando.
Después de contar el dinero, se lo metió en algún sitio del abrigo y se acercó a una acuarela que estaba colgada cerca del gramófono.
—Sé la hora que es —dijo ella mirando las líneas negras que cruzaban manchas de colores violentos—. Tengo que saberlo. Mi turno empieza a las diez de la noche y no acaba hasta las cinco de la mañana y tardo una hora en venir en el tranvía hasta la calle Vine.
—Oh, ya veo —dijo él—. Bueno, lo esperamos de vuelta esta noche, ¿sobre las ocho o las nueve?
—Quizás más tarde —dijo ella—. Vamos a ir al río a una curación. Este predicador no viene por aquí a menudo. Yo no hubiera pagado por esto —dijo señalando con la cabeza el cuadro—. Yo misma podría haberlo pintado.
—De acuerdo, señora Connin. La veremos luego —dijo dando unos golpecitos en la puerta.
Una voz apagada dijo desde el dormitorio:
—Tráeme una bolsa de hielo.
—¡Qué pena que la mamá esté enferma! —dijo la señora Connin—. ¿Qué le pasa?
—No lo sabemos —contestó él en voz baja.
—Le pediremos al predicador que rece por ella. Ha curado a mucha gente. El Reverendo Bevel Summers. Quizás ella debiera verlo algún día.
—Tal vez —dijo él—. Hasta esta noche.
Y se metió en el dormitorio y dejó que se marcharan ellos solos.
El niño pequeño la miró en silencio, con la nariz y los ojos húmedos. Tenía cuatro o cinco años. Su cara era alargada, con la barbilla prominente y los ojos, medio cerrados; estaban a gran distancia uno del otro. Parecía mudo y paciente, como una oveja vieja que espera a que la saquen.
—Te gustará este predicador —dijo ella—, el Reverendo Bevel Summers. Tienes que oírlo cantar.
La puerta del dormitorio se abrió de pronto y el padre asomó la cabeza y dijo:
—Adiós, chico. ¡Que te diviertas!
—Adiós —dijo el niño pequeño, y saltó como si le hubieran disparado.
La señora Connin le echó otra mirada a la acuarela. Luego salieron al vestíbulo y llamaron al ascensor.
—Yo misma podría haberlo pintado —dijo ella.
Fuera, la mañana gris estaba bloqueada a ambos lados por los edificios vacíos y oscuros.
—El día va a aclarar más tarde —dijo ella—. Esta es la última vez que podremos tener una predicación en el río este año. Límpiate la nariz, cariño.
El niño empezó a restregarse la nariz con la manga, pero ella lo detuvo.
—Eso no está bien —le dijo—. ¿Dónde tienes el pañuelo?
El chico se metió las manos en los bolsillos y fingió buscarlo mientras que ella esperaba.
—Algunas personas no se preocupan de cómo te mandan a la calle —murmuró a su propia imagen que se reflejaba en el espejo de la ventana de una cafetería