: José Jiménez Lozano
: La querencia de los búhos Cuentos
: Ediciones Encuentro
: 9788490558942
: 1
: CHF 8.70
:
: Erzählende Literatur
: Spanish
: 224
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB
La querencia de los búhos recoge veintiocho historias, casi todas ellas inéditas, que nos desvelan el universo de Jiménez Lozano, cuyos recuerdos y vivencias son transformados aquí en relatos que nos sitúan ante aquellos instantes de la vida que la hacen más verdadera. Son historias en las que el autor, con una mirada joven y subversiva, a la que no le pesa la edad, nos ponen ante aquello que el silencio nombra. Y es ahí, en un gesto, en un detalle pequeño, o en el propio silencio, donde se vislumbra toda la profundidad de la alegría y la tragedia que acompañan la vida de unos personajes cuya verdad y belleza no se ven a primera vista. 'Estos cuentos son historias verdaderas y se nos quedan dentro del ánima (...). Porque una vez que has visto la belleza en una tarde, en el cielo, no la puedes olvidar y eso queda y el narrador de estos cuentos nos lo recuerda. Hay que volver sobre estos cuentos para no olvidar que la vida está en eso que a veces no vemos y merece la pena'.

José Jiménez Lozano nació en Langa (Ávila) en 1930. Se licenció en Derecho en Valladolid y estudió Periodismo en Madrid. Ha sido redactor, subdirector y director de El Norte de Castilla, de Valladolid, y ha colaborado en varios periódicos y revistas nacionales. Es autor de novelas, cuentos, ensayos y poemas. En 1988 recibe el Premio Castilla y León de las Letras; en 1989 el Premio de la Crítica, por El grano de maíz rojo y en 1992 el Premio Nacional de las Letras Españolas. En 1999 recibió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. En 2002 obtiene el Premio de Literatura en Lengua Española Miguel de Cervantes. De entre sus obras, varias de ellas han sido publicadas por Ediciones Encuentro: La piel de los tomates (2007), Libro de visitantes (2007), El azul sobrante (2009), Un pintor de Alejandría (2010), Retorno de un cruzado (2013) y Se llamaba Carolina (2016), premio 2017 de la Fundación Troa.

El árbol seco

El pueblo era el único que se mantenía habitado en la región, y sus habitantes habían conseguido guardar un cierto nivel de vida aceptable, pero hacía años que a la gente que en estos pueblos vivía también se la había dado consejo para que lo abandonara. Y ahora allí estaba Felipe el panadero, que había vivido hasta ahora en una aldea muy pequeña y cercana al pueblo, diciendo un día y otro, a sus convecinos, que se fueran preparando, porque ¿cuánto creían que iban a resistir en medio de una devastación? Ni siquiera este pueblo grande iba a salvarse, y por eso él tenía que irse a Barcelona; porque lo que ocurría no era una emigración, sino como una riada y una devastación.

—¿Veis cuando la niebla en noviembre comienza a subir desde el río, y primero tapa al sol, y luego avanza ya imparable hasta envolver todo? Pues eso es lo que ha pasado en España: que una niebla o una ventolera borra o se lleva los pueblos por delante —les dijo el panadero que traía el pan a aquel pueblecillo—. No podemos resistir aunque queramos.

Y todo esto se lo decía no solo como un amigo que había servido el pan y las rosquillas a todo el pueblo, y les había asado los tostoncillos o corderos para las fiestas, sino también porque estaba casado con una mujer de este pueblo, y aquí había nacido su primer hijo, y allí en el pueblo tenía enterrados a sus padres y abuelos. Y bien quisiera él que no hubiera que hacer aquí una ceremonia como la que habían hecho en casi todos los pueblos del entorno, y había sido la ceremonia de la despedida. Porque él no sabía cómo había sido esa ceremonia en otros pueblos, pero la que vio en uno de ellos había sido un dolor verdaderamente.

Todo el mundo se había puesto de acuerdo en que fuera por la tarde, porque en estos días de color miel de setiembre las tardes tenían todavía mucha luz, casi como en agosto, y se estiraban como en ningún otro mes. Pero no serían las cinco, y ya estaba todo el mundo en el cementerio, y la señora Tecla, la hornera, precisamente a la que él había comprado el horno, propuso a la señora maestra jubilada que antes de rezar un padrenuestro en cada tumba, se recordase a cada muerto que había allí, tal y como había sido en vida, y contada esta por los familiares que tuviera. Y que, en las tres o cuatro tumbas que había en las que nadie recordaba quién estaba allí enterrado, se diría que, al fin y al cabo, aquellos muertos aquí vivieron y aquel aire respiraron, y aquel cielo vieron, en primavera, verano, otoño e invierno; y a la sombra del árbol seco se habrían puesto alguna vez, si era que el muerto había vivido antes de que el árbol se hubiera secado, o luego, cuando retoñó otra vez.

—Yo creo que muchos de estos muertos —dijo la señora Tecla—, además de a sus seres queridos se llevarían añusgados en la garganta, otras muchas cosas, como una mañana de mayo temprana con el alboroto de los pájaros, o las bandadas de patos en el cielo cuando iban a la laguna, porque quien ha visto una cosa así ya no la olvida, ni querría morir nunca aunque fuese solo por esto. O también querrían tener siempre junto a ellos una silla o una palangana, o un espejo o un abanico, que los habían acompañado mucho; y algunos de los familiares de esos muertos que allí estaban habían llevado al cementerio esas cosas, para dejarlas allí para siempre.

—Está muy bien pensado —dijeron todos.

—Esto es lo que se hacía antiguamente —dijo la señora maestra vieja—. Y algunas cosas de estas, que usamos todos los días, y pertenecieron a gente importante, tienen más de mil y dos mil años y están en los museos; y solo Dios sabe lo que será de ellas y de nosotros mismos.

—Mejor no pensarlo —dijo otra mujer también de bastante edad.

Y luego, todo había ido muy bien mientras los rezos duraron, pero