El árbol seco
El pueblo era el único que se mantenía habitado en la región, y sus habitantes habían conseguido guardar un cierto nivel de vida aceptable, pero hacía años que a la gente que en estos pueblos vivía también se la había dado consejo para que lo abandonara. Y ahora allí estaba Felipe el panadero, que había vivido hasta ahora en una aldea muy pequeña y cercana al pueblo, diciendo un día y otro, a sus convecinos, que se fueran preparando, porque ¿cuánto creían que iban a resistir en medio de una devastación? Ni siquiera este pueblo grande iba a salvarse, y por eso él tenía que irse a Barcelona; porque lo que ocurría no era una emigración, sino como una riada y una devastación.
—¿Veis cuando la niebla en noviembre comienza a subir desde el río, y primero tapa al sol, y luego avanza ya imparable hasta envolver todo? Pues eso es lo que ha pasado en España: que una niebla o una ventolera borra o se lleva los pueblos por delante —les dijo el panadero que traía el pan a aquel pueblecillo—. No podemos resistir aunque queramos.
Y todo esto se lo decía no solo como un amigo que había servido el pan y las rosquillas a todo el pueblo, y les había asado los tostoncillos o corderos para las fiestas, sino también porque estaba casado con una mujer de este pueblo, y aquí había nacido su primer hijo, y allí en el pueblo tenía enterrados a sus padres y abuelos. Y bien quisiera él que no hubiera que hacer aquí una ceremonia como la que habían hecho en casi todos los pueblos del entorno, y había sido la ceremonia de la despedida. Porque él no sabía cómo había sido esa ceremonia en otros pueblos, pero la que vio en uno de ellos había sido un dolor verdaderamente.
Todo el mundo se había puesto de acuerdo en que fuera por la tarde, porque en estos días de color miel de setiembre las tardes tenían todavía mucha luz, casi como en agosto, y se estiraban como en ningún otro mes. Pero no serían las cinco, y ya estaba todo el mundo en el cementerio, y la señora Tecla, la hornera, precisamente a la que él había comprado el horno, propuso a la señora maestra jubilada que antes de rezar un padrenuestro en cada tumba, se recordase a cada muerto que había allí, tal y como había sido en vida, y contada esta por los familiares que tuviera. Y que, en las tres o cuatro tumbas que había en las que nadie recordaba quién estaba allí enterrado, se diría que, al fin y al cabo, aquellos muertos aquí vivieron y aquel aire respiraron, y aquel cielo vieron, en primavera, verano, otoño e invierno; y a la sombra del árbol seco se habrían puesto alguna vez, si era que el muerto había vivido antes de que el árbol se hubiera secado, o luego, cuando retoñó otra vez.
—Yo creo que muchos de estos muertos —dijo la señora Tecla—, además de a sus seres queridos se llevarían añusgados en la garganta, otras muchas cosas, como una mañana de mayo temprana con el alboroto de los pájaros, o las bandadas de patos en el cielo cuando iban a la laguna, porque quien ha visto una cosa así ya no la olvida, ni querría morir nunca aunque fuese solo por esto. O también querrían tener siempre junto a ellos una silla o una palangana, o un espejo o un abanico, que los habían acompañado mucho; y algunos de los familiares de esos muertos que allí estaban habían llevado al cementerio esas cosas, para dejarlas allí para siempre.
—Está muy bien pensado —dijeron todos.
—Esto es lo que se hacía antiguamente —dijo la señora maestra vieja—. Y algunas cosas de estas, que usamos todos los días, y pertenecieron a gente importante, tienen más de mil y dos mil años y están en los museos; y solo Dios sabe lo que será de ellas y de nosotros mismos.
—Mejor no pensarlo —dijo otra mujer también de bastante edad.
Y luego, todo había ido muy bien mientras los rezos duraron, pero