Con una imagen extraordinaria comienza elLibro de visiones y revelaciones de Juliana de Norwich9. El efecto que produce la primera visión puede compararse con el que se experimenta con las obras de arte más provocadoras del siglo XX. La distancia de seis siglos que separa la visión con respecto a nuestro mundo y a nuestro pasado más próximo parece disolverse para de inmediato volver a reafirmarse por la certeza de que no podemos estar ante «lo mismo». En esa dialéctica entre la semejanza y la diferencia se sitúa nuestra mirada cuando leemos esa primera visión, y las palabras de Juliana se traducen en nuestro interior en imágenes mentales. La experiencia visionaria de esta mujer de la que prácticamente nada sabemos sino lo que ella misma nos dice en suLibro corresponde a la espiritualidad de una época en la que la relación e intimidad con Dios tenía lugar en un plano de la realidad que conocemos como místico, es decir, una realidad en la que el acontecimiento radical de vida consistía en la unión con Dios. Desde Hildegard von Bingen en el siglo XII, la visión constituyó una experiencia habitual entre las mujeres cuya mirada se había vuelto decididamente hacia la interioridad, ya ocuparan las celdas de un monasterio, las habitaciones de los beguinatos que proliferaron en las ciudades a partir del siglo XIII o las celdas situadas junto a las iglesias en pleno centro urbano, como fue el caso de la reclusa Juliana de Norwich, en las últimas décadas del siglo XIV y las primeras del siglo XV10. La práctica de la reclusión, habitual en Inglaterra desde el siglo XII con el caso bien conocido de Christina de Markyate, suponía la muerte al mundo, tal y como quedaba expresado en el rito de entrada; aunque, a diferencia de lo que pudiera parecer, no implicaba en absoluto un aislamiento total11. Antes bien, la reclusa se comunicaba con el mundo a través de la ventana de su celda, tal y como se muestra en un manuscrito lombardo que recoge una ficción literaria comoLa queste del Saint Graal. En la miniatura vemos al caballero conversando con la reclusa que se encuentra en el interior de una casa, y lo hace junto a una ventana[Fig. 1]. Aunque, a diferencia del paisaje rural en el que aparece el eremitorio deLa queste, la celda de Juliana estaba situada no lejos de la catedral, en medio del bullicio de una ciudad rica y próspera, relacionada comercialmente con los Países Bajos, el norte de Alemania y el Báltico, célebre además por un sofisticado nivel intelectual, en contacto con las universidades
Fig. 1
de Cambridge y Oxford12. El hecho de que Juliana formaba claramente parte de la comunidad de Norwich y de que además cumplía una función importante como consejera y guía espiritual de dicha comunidad se deduce de las herencias que le dejaron personajes significativos de su entorno, no solo a ella, sino también a dos de sus sirvientas, que, al parecer, vivieron con ella en la celda, y que quizá la ayudaron en la copia de sus textos13. El testimonio más significativo del prestigio de Juliana se debe a Margery Kempe, que la visitó en 1413 para obtener de ella guía espiritual y consejos14. En la celda se abría además otra ventana, aunque esta otra daba, no al mundo exterior, sino a la iglesia, de modo que la reclusa podía asistir a los ritos litúrgicos. El espacio de la reclusa se define entonces por el elemento liminal, las ventanas, que establecen las fronteras entre el exterior y el interior, y la celda misma, que se presenta como un espacio intermedio, entre el siglo mundano y el otro mundo o más allá al que transportan los rituales practicados en la iglesia15. Entre la tierra y el cielo: justamente allí donde suceden las visiones, en la tierra espiritual, como la denominaba Henry Corbin, y donde el abad Suger de Saint Denis situaba el lugar de su meditación, ni en el lodo de la tierra ni en las alturas celestiales16. La vida de la reclusa transcurre en un espacio en que existe una comunicación oral, en que las palabras van y vienen, en el que puede percibirse el movimiento, al que llegan todas las manifestaciones que pueden captarse a través de los sentidos corporales, pero también un silencio sepulcral, una absoluta oscuridad, y la visión de unos actos celebrativos destinados a despertar y abrir los ojos interiores. Ese mismo carácter híbrido es el que preside la experiencia visionaria en la que las imágenes ofrecen formas que «se parecen» a las de este mundo, pero que no son de este mundo. Los contenidos espirituales adoptan formas visibles, se muestran, aparecen, emergen como floraciones espontáneas. El lugar de la visión,mundus imaginalis lo denominó Corbin, es justamente el lugar de un tipo de imagen que es la que conocemos como símbolo. Son estas imágenes simbólicas, inmateriales, carentes de soporte, sin fijación, las que pueblan los escritos de las visionarias. En muchas ocasiones, ellas describen con todo detalle y precisión sus visiones y, a veces, esas imágenes fueron trasladadas por los miniaturistas al