Prólogo
Año 2000, 6 a. m. El apocalipsis de mi antiguo mundo. Mientras el mundo se preparaba para su fin, yo, por el contrario, empezaba a descubrir qué significado tenía este para mí.
Aquella mañana abrí los ojos sin que mamá me forzara a salir de la cama, tal y como hacía de costumbre. Esto no era buena señal.
Años más tarde, un empresario rumano me dijo que en el mundo de los negocios hay dos tipos de personas: aquellos a los que les encanta dormir bien (seguidores) y aquellos que quieren comer bien (líderes). En mi caso existe una paradoja, ya que soy una líder innata a quien le gusta dormir bien.
Año 1990. De vuelta a la niñez.
Desde niña, mi actividad cerebral siempre fue al menos el doble de la de otros niños de mi edad, ya que en lugar de jugar con ellos, dedicaba mi tiempo libre a estudiar lenguas extranjeras y escribir poesía en rumano. Debo decir que soy hija de una profesora de francés y ruso muy inteligente.
La primera lectura de mi vida fue un libro en francés titulado La petite Marie fait sa poésie (en lugar de haberlo hecho en rumano, mi lengua materna).
Tuve que asegurarme de seguir siempre el ritmo de mamá; ella decía que ya dormiríamos cuando estuviéramos muertas.
Antes de continuar quiero dejar algo claro: amo a mi madre, pero fue más una entrenadora despótica que una madre. Me educó sola, y eso hizo que yo tuviera que mantener su ritmo. Es la persona más de fiar y responsable que haya conocido jamás, y le doy las gracias por ser la artífice de aquello en lo que me he convertido y por todos los momentos, buenos y malos, que hemos vivido juntas.
Dos líderes bajo el mismo techo no es ninguna perita en dulce, especialmente cuando las decisiones finales dependen siempre de la dueña de la casa. ¡Es una guerrera!
Volviendo a las 6 a. m. del año 2000.
Yo tenía 14 años, estaba en secundaria y soñaba con sacar matrícula de honor en las evaluaciones de verano, que estaban a la vuelta de la esquina.
¿Sabéis que también soy una maniática del control? Pues el apocalipsis no se hizo esperar. Dejé de tener el control, y en mi cabeza, mi vida terminó esa misma mañana. De lo único que me daba cuenta era de que no sentía nada. Y nada es absolutamente nada, salvo una sensación extraña de un cuerpo encarcelado, como si los músculos estuvieran impidiéndome hacer cualquier movimiento. Incluso me resultaba difícil respirar; parecía que cargaba con un cuerpo de quinientos kilos dentro de uno de cincuenta. Los médicos me diagnosticaron una parálisis de segundo grado.
Dos días más tarde, 8 a. m.
Mi madre me llevó a un fisioterapeuta que me dio esperanzas de poder moverme de nuevo, aunque no me aseguraba la recuperación de la sensibilidad (una buena forma de saber si esta volvía era comprobar la temperatura del agua de la ducha sobre mi cara).
Un mes y medio más tarde empecé a moverme, y tras otros seis meses, volví a sentir mi cuerpo. Soy muy afortunada por tener una madre tan testaruda, ya que no aceptó el diagnóstico de los médicos como algo que encajara después de todo el dinero y el esfuerzo invertido en la educación de una niña que se quedaba sin futuro a la edad de 14 años. Creo que ella debe de tener raíces judías, ya que las madres judías siempre empujan a sus hijos a ser los mejores y no aceptan un no por respuesta.
13 de abril, 6 a. m.
Un día después de mi decimoctavo cumpleaños. El día anterior, por primera vez en mi vida, mi madre me dejó celebrar una fiesta de cumpleaños en casa. Yo había invitado a once compañeros de clase, pero solo vino una persona: Iana, mi mejor amiga. Éramos las dos mejores estudiantes del colegio (ella ocupaba el primer puesto).
Durante años me dije