Un filósofo en casa. Recuerdos de una hija1
Cuando sus hijos éramos aún pequeños, la época dorada de la vida de mi padre ya había pasado, pues sus hazañas en ríos y montañas pertenecían a un tiempo en el que no habíamos nacido. Quedaba algún vestigio en casa de todo ello: en su estudio estaba la copa de plata sobre la repisa de la chimenea; los bastones de montañero, ya oxidados, los tenía apoyados en un rincón, contra la estantería; y, al final de su vida, hablaba de los grandes montañeros y escaladores con una mezcla extraña de admiración y envidia. Porque, para mi padre, sus años de actividad ya eran historia, y tenía que conformarse con dar una vuelta por los valles suizos, o un paseo en los páramos de Cornualles.
Esas vueltas y paseos que daba significaban mucho para él, más que para otros, si hacemos caso al testimonio de sus amigos, ahora que nos han dado su propia versión de aquellas expediciones. Mi padre salía a caminar él solo, después de desayunar, o en compañía de otro, y volvía poco antes de la cena. Si consideraba que el paseo había sido un éxito, entonces sacaba un mapa muy grande para inmortalizar con tinta roja algún atajo inédito que había encontrado. Y, según nos cuentan, podía pasarse todo el día de arriba para abajo por el páramo, sin cruzar más que una o dos palabras con su acompañante. Por esa misma época, ya había escrito tambiénHistoryof English thought in the Eighteenth Century, que era el libro que más le interesaba; yThe playgroundof Europe, que contiene «La puesta de sol desde lo alto del Mont Blanc», lo mejor que había escrito nunca, según él.
Seguía escribiendo a diario y de forma metódica, aunque nunca mucho de una sola sentada. Cuando estaba en Londres, escribía en una sala amplia que había en la planta de arriba, con tres grandes ventanales; casi reclinado en una mecedora baja, en la que solía balancearse a ritmo lento mientras escribía, como en una cuna, sin dejar de fumar una pequeña pipa de cerámica, con los libros desparramados por el suelo, formando un círculo a su alrededor. Desde el piso de abajo, oíamos el golpe que daba cuando dejaba alguno en el suelo. Y muchas veces, según subía las escaleras, con paso firme y regular, para dirigirse a su estudio, rompía no exactamente a cantar, ya que lo suyo no era la música, sino en una salmodia rítmica y extraña en la que recitaba versos de todo tipo; y es que mi padre retenía en la memoria tanto «pura basura», según sus propias palabras, como los fragmentos más sublimes de Milton o de Wordsworth; y el acto de andar o escalar lo inspiraba, al parecer, a aquellos raptos líricos que podían ser lo primero que se le pasara por la cabeza, o lo que le pedía su estado de ánimo.
Pero lo que más hacía las delicias de sus hijos, antes de que pudieran dar una vuelta con él por el campo o leer sus libros, era la destreza que tenía en los dedos. Le metía las tijeras a un folio, y salía un elefante, un ciervo, un mono; con colmillos, cornamenta y cola, sacados al detalle. O cogía el lápiz y dibujaba un animal detrás de otro, arte que practicaba casi de manera inconsciente mientras leía. Tan es así que las guardas de los libros las tenía llenas de búhos y asnos, como si quisiera ilustrar las exclamaciones que solía garabatear con impaciencia en el margen: «¡Serás burro!» o «Menudo zopenco engreído». Este tipo de comentarios tan breves, en los que está el germen de las afirmaciones más comedidas que pueblan sus ensayos, recuerda algunos de sus rasgos típicos cuan