LIBRO SEGUNDO
I
Después de haber hablado de esta manera, creí que se daría por terminada la conversación; pero, al parecer, todo lo dicho no fue más que el preludio. Glaucón dio en esta ocasión una prueba de su valor acostumbrado, y lejos de rendirse, como Trasímaco, tomó la palabra y dijo:
—Sócrates, ¿te contentas con figurarte que nos has convencido de que ser justo es, de todas maneras, preferible a ser injusto, o quieres realmente convencernos?
—Yo querría convenceros realmente, si esto estuviera en mi mano.
—Entonces tú no haces lo que quieres, Sócrates; porque, dime, ¿no hay una clase de bienes que deseamos y que buscamos por lo que ellos son, sin cuidarnos para nada de sus resultados, como la alegría y otros placeres puros y sin mezcla, aunque no producen consecuencia alguna duradera, sino el placer de gozar de ellos?
—Sí, hay, a mi parecer, bienes de esta naturaleza.
—Y ¿qué? ¿No hay otros que amamos a la vez por sí mismos y por sus resultados, como, por ejemplo, la inteligencia, la vista, la salud? Aquellos dos motivos, en mi opinión, nos mueven igualmente a procurárnoslos.
—Sí, es cierto.
—Y por último ¿no encuentras una tercera clase de bienes, como el entregarse a los ejercicios del cuerpo, el recuperar la salud, el ejercer la medicina o cualquier otra profesión lucrativa? Estos bienes, diremos que son penosos, pero útiles, y los buscaremos, no por sí mismos, sino por las ganancias y demás ventajas que nos proporcionan.
—Reconozco esta tercera clase de bienes. Pero ¿a dónde quieres ir a parar?
—¿En cuál de estas tres clases incluyes la justicia?
—Creo que en la mejor de las tres, en la de los bienes que deben amar por ellos mismos y por sus resultados los que quieren ser verdaderamente dichosos.
—No es esa la opinión común de las gentes, que ponen la justicia en el rango de aquellos bienes penosos que no merecen nuestros cuidados sino por la gloria y las recompensas que producen, y de los que debe huirse porque cuestan demasiado.
II
Sé que se piensa así ordinariamente, y en esto se fundó Trasímaco para rechazar la justicia y hacer tantos elogios de la injusticia. Pero eso yo no puedo entenderlo, y precisamente debe ser muy torpe mi inteligencia, a lo que parece.
—Pues bien, quiero ver si te adhieres a mi opinión. Escúchame. Me parece que Trasímaco, a manera de la serpiente que se deja fascinar, se ha rendido demasiado pronto al encanto de tus discursos. Yo no he podido darme por satisfecho con lo que se ha dicho en pro y en contra de cada una de las dos cosas. Quiero saber cuál es su naturaleza, y qué efecto producen ambas inmediatamente en el alma, sin tener en cuenta ni las recompensas que llevan consigo ni tampoco ninguno de sus resultados, buenos o malos. He aquí, pues, lo que me propongo hacer, si no lo llevas a mal. Tomaré de nuevo la objeción de Trasímaco. Diré por lo pronto lo que es la justicia, según la opinión común, y en dónde tiene su origen. En seguida haré ver que todos los que la practican no la miran como un bien, sino que se someten a ella como a una necesidad. Y, por último, demostraré que tienen razón de obrar así, porque la vida del injusto es infinitamente mejor que la del justo, a lo que se dice; porque yo, Sócrates, aún estoy indeciso sobre este punto, pues tan atronados tengo los oídos con discursos semejantes al de Trasímaco que no sé a qué atenerme. Por otra parte, no he encontrado a ninguno que me pruebe, como desearía, que la justicia es preferible a la injusticia. Deseo oír a alguien que la alabe en sí misma y por sí misma, y es de ti de quien principalmente espero este elogio; y por esta razón voy a extenderme sobre las ventajas de la vida injusta. Así te indicaré el modo en que yo deseo oírte atacar la injusticia y