PRÓLOGO
Mucho tiempo he vacilado antes de publicar estos apuntes; y en verdad os digo que si la llamada civilización acostumbrase a quemar a los que reniegan de ella, me hubiera guardado muy bien de coger la pluma para referiros mi viaje de Madrid a Nápoles.
Y es que el presente crédito va a ser mirado por los modernos filósofos (suponiendo que lo lean), como una herejía social, como un atentado a la actual civilización, como una protesta contra el espíritu del siglo.
En cambio no faltará un teólogo intransigente que lo califique de heterodoxo, o cuando menos de ecléctico, sospechoso y hasta racionalista.
Y, sin embargo, yo no puedo menos de darlo a luz. Quod scripsi, scripsi; y a mí me anima una profunda convicción y verdadera conciencia de las extrañas opiniones que he de emitir en el contexto de esta obra.
Pero os repito que la tarea que me impongo es sumamente grave; que sería peligrosa en épocas de intolerancia, y que hoy será objeto de diversas y acaloradas censuras.
Digo más: hay en todos los campos tantos hipócritas, fariseos y mercaderes, que afectan creer, para sus menguados fines, lo que yo creo firme y verdaderamente y pienso proclamar en alta voz, que al verme colocado fuera del círculo de sus pasiones, juzgar imparcialmente su contienda, filósofos y teólogos recordarán algunos episodios de mi pobre vida pública, y me negarán la competencia, la sinceridad y la buena fe, si ya no es que unos y otros se empeñan en afiliarme en cierta escuela filosófica o tal partido político, llamándome (Dios se lo perdone) neocatólico o demagogo, según que mejor les cuadre y favorezca.
Error, y error crasísimo será este. Bien que, de muy antiguo, uno de los males que más afligen a los pueblos y a los gobiernos, es confundir la política con la filosofía; lo ideal con lo práctico; lo especulativo con lo factible; las aspiraciones de un buen deseo con la gestión concreta de las cosas dadas; como si no pudiera comprenderse que hubiese hombres liberales en política y reaccionarios en filosofía, del mismo modo que conocemos a muchos que siguen una política reaccionaria, mientras que en su fuero interno son libres pensadores de la extrema izquierda.
Fuera de esto, y descendiendo a más llanas explicaciones, os diré las causas de mi viaje y de mi libro; y lo que uno y otro han venido a ser en último resultado, a fin de que no me leáis a ciegas ni concibáis esperanzas que defraudarían las primeras hojas.
El origen o el móvil del viaje no pudo ser más serio, más importante, ni de mayor consideración.
—España —me dije el año pasado—; la nueva España, hija y heredera de aquella gran nación de su mismo nombre que dominó en Europa; esta España que quedó huérfana y en la menor edad cuando murió su madre en las gloriosas y calamitosas guerras de la Casa de Austria; esta pobre adolescente que tanto ha sufrido bajo tutores y curadores y a quien vemos crecer y hermosearse más y más cada día; esta gallarda joven cuya mayoría quiso declarar la Francia hace pocos meses (a lo que se opusieron otras naciones), pero que, menor y todo, empieza a cuidar ya de su porvenir y de sus intereses, esta España, decía yo, demuestra un afán decidido por parecerse, por semejarse, por igualarse, si posible le fuera, a las naciones más adelantadas de Europa, y muy especialmente a la Francia, su hermana y su rival en todos tiempos. A este fin, nuestra patria no omite medio alguno. Ella sigue sus modos, imita sus costumbres, adopta sus invenciones, se asimila sus adelantos, se da sus leyes y reglamentos, aspira a disfrutar su bienestar, a dividir su poderío, a participar de su fortuna. Francia, en fin, es su modelo, su ideal de perfección, el término adorado de sus miras. Pues bien, seguí diciéndome: vamos a Europa; vamos a Francia. Esto equivaldrá a hacer un viaje al porvenir d