LECCIONES DE HISTORIA AMERICANA
Sobre la argentinidad
En mi correspondencia anterior, primera de las que dedico al libro de Ricardo Rojas,La restauración nacionalista,4libro henchido de sugestiones, usé de dos palabras que ignoro si han sido o no usadas ya, pero que ciertamente no corren mucho. Son las palabras «americanidad» y «argentinidad». Ya otras veces he usado la de «españolidad» y la de «hispanidad». Y los italianos emplean bastante la vozitalianita.
Fue leyendo al gran historiador y psicólogo portugués Oliveira Martins cómo me hirió la imaginación la vozhombridade, que aplica a los castellanos. Tenemos, es cierto, la voz hombría en el giro «hombría de bien»; pero «hombridad» me pareció un hallazgo. No es lo mismo que humanidad, voz que, siendo de origen erudito, se halla estropeada por aplicaciones pedantescas y sectarias. Y no es tampoco uno de esos terribles terminachos que huelen a secta y a doctrina abstracta. Hombridad es la cualidad de ser hombre, de ser hombre entero y verdadero, de ser todo un hombre. Decir, pues, de uno que tiene hombridad, equivale a decir de él que es todo un hombre. ¡Y son tan pocos los hombres de quienes pueda decirse que sean todo un hombre!
Al hablar, pues, de americanidad o de argentinidad, quiero hablar de aquellas cualidades espirituales, de aquella fisonomía moral —mental, ética, estética y religiosa— que hace al americano americano y al argentino argentino. Y si no me engaño, a eso tiende la labor de Rojas: a sacar a flor de conciencia colectiva la argentinidad, para que se robustezca y defina y acreciente al aire de la vida civil y de la historia.
Rojas, continuador de la obra de los Sarmiento, Alberdi, Mitre y otros grandes conductores de su pueblo, cita aquellas palabras del primero de éstos: «¿Somos nación? ¿Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajustes ni cimiento? ¿Argentinos? Hasta dónde y des de cuando, bueno es darse cuenta de ello».
Y aquí un alto.
Es fácil que alguno de mis lectores criollos, sobre todo algunos de los que están tocados de la «ironía canalla» de que Rojas nos habla, imaginándose que estoy macaneando, me interrumpa por lo bajo, diciéndome: «Pero, ¿y a usted quién le da vela en este entierro?», o en el giro correspondiente que ahí se use. A usted —se dirá—, ¿qué le va ni le viene en este pleito? Voy a ello.
Aquí podría yo, en propia apología, presentar los memoriales que me acreditan como uno de los pocos, de los poquísimos europeos que se han interesado por el conocimiento de las cosas de América, y algunos de esos memoriales podría sacarlos de la obra misma de Rojas, que me sirve de tema para estos mis actuales comentos.
Tiene mucha razón Rojas cuando acusa a los europeos de poca curiosidad cosmopolita, y cuando, no sin cierto dejo de molestia, se queja de que por acá, por Europa, haya gentes que pasan por cultas, que apenas si saben hacia dónde cae Buenos Aires. Esto es muy cierto, y es tanto más cierto cuanto el país europeo sea más adelantado.
Puede asegurarse que en ciertos respectos el máximo de ignorancia alcanzan las clases medias, la burguesía de la cultura en París, Londres y Berlín. La incipiencia del parisiense de buena cepa, respecto a lo que pasa más allá de Batignolles, es proverbial. Lo reconocen ellos mismos y hasta se jactan de semejante cosa.
Creo ser una excepción a esa incuriosidad europea. No solo me han interesado y me interesan las cosas de América, sino que soy una de las excepciones a la profunda ignorancia que aquí reina respecto a la historia, literatura y arte de Portugal. Esta mi incurable plurilaterialidad de atención, este espíritu curioso por todo lo que en todas partes pasa, me llevó a aprender danés —o noruego, que es lo mismo— para pode