Dos días en Salamanca
I. Discurso preliminar
El lunes 8 de octubre de 1877 nos hallábamos de sobremesa en cierto humilde comedor de esta prosaica y antiartística villa de Madrid, cuatro antiguos amigos, muy amantes de las letras y de las artes, algo entrados en años por más señas, y aficionadísimos, sin embargo, a correr aventuras en demanda de ruinas más viejas que nosotros.
Habíase por entonces abierto al público la última sección del Ferrocarril de Medina del Campo a Salamanca, lo cual quería decir, en términos metafóricos, que esta insigne y venerable ciudad, monumento conmemorativo de sí propia, acababa de ser desamortizada por el espíritu generalizador de nuestro siglo, pasando de las manos muertas de la Historia o de la rutina, al libre dominio de la vertiginosa actividad moderna.
Así lo indicó, sobre poco más o menos, uno de nosotros; y como otro apuntase con este motivo la feliz idea de ir los cuatro a hacer una visita a aquel antiguo emporio del saber, y semejante propuesta, bien que recibida con entusiasmo y aceptada en principio, suscitara algunas objeciones, relativas a lo desapacible de la otoñada, a los achaques del uno, a los quehaceres del otro y al natural temor de todos de que en la ilustre y grave Salamanca no hubiese fonda vividera, el amo de la casa, o sea el anfitrión, encendióse (o afectó encenderse) en santa ira, y pidiendo arrogantemente la palabra (y una segunda copa de legítimo fine-champagne), pronunció el siguiente discurso:
«Señores:
»¡Parece imposible que la edad nos haya reducido a tal grado de miseria! ¿Somos nosotros aquellos héroes que, hace algunos años, recorrían en mulo o a pie las montañas más altas de Europa, expuestos a perecer entre la nieve, solo por ver un ventisquero, una cascada o el sitio en que los aludes aplastaron a tal o cual impertérrito naturalista? ¿Somos nosotros los mismos que pasaron noches de purgatorio en ventas dignas de la pluma de Cervantes, por conocer las ruinas de un castillejo moruno; los que hicieron largas jornadas en carro de violín, por contemplar un retablo gótico; los que sufrieron a caballo todos los ardores del estío andaluz, buscando el sitio en que pudo existir tal o cual colonia fenicia o campamento romano? ¿Somos nosotros los atrevidos exploradores de la Alpujarra, los temerarios visitantes de Soria, los que llegaron por tierra a la misteriosa Almería, y, sobre todo, los intrépidos descubridores de Cuenca... de cuya existencia real se dudaba ya en Madrid cuando fuimos allá, sin razón ni motivo alguno, y en lo más riguroso del invierno, tripulando un coche diligencia que volcó seis veces en veinticuatro horas?
»¡Nadie diría que nosotros somos aquellos célebres aventureros, al vernos vacilar de esta manera en ir a la conquista de la inmortal Salamanca, hoy, que la locomotora la ha puesto, como quien dice, a las puertas de Madrid! ¡Nadie lo diría, al vernos retroceder ante el frío, ante la perspectiva de una cama incómoda o de una comida poco suculenta, y ante otros trabajos y fatigas, que siempre fueron, para hombres bien nacidos, estímulo y aliciente de esta clase de expediciones! ¡Pues qué! ¿no eran mucho más viejos que nosotros, y no tenían más achaques y dolamas, Cristóbal Colón, al embarcarse en Palos; Antonio de Leiv