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En cierta ocasión, cuando la nieve cubría las montañas de las afueras de Albuquerque, cerca del pico Sandía, Steve y Clara Morrison llevaron a sus hijos a jugar con un trineo. Steve estaba destinado en la cercana base aérea de Kirtland, como oficial ejecutivo y subjefe en las Instalaciones de Armas Especiales Aeronavales. En realidad, se trataba de energía atómica, un tema bastante misterioso por aquel entonces y del cual Steve nunca hablaba en casa.
Era el invierno de 1955, y Jim Morrison había cumplido doce años unas semanas antes. En menos de un mes, su hermana Anne, que se estaba convirtiendo en un marimacho gordinflón, cumpliría los nueve. Su hermano Andy, un poco más fornido que él, tenía seis.
La imagen era típicamente invernal: al fondo, las montañas nevadas de Sangre de Cristo, en Nuevo México; en primer plano, mejillas sonrosadas, cabellos oscuros al viento, casi ocultos por los cálidos gorros. Niños saludables, con gruesos abrigos, trepando a un trineo de madera. No nevaba, pero el viento de la montaña soplaba en ráfagas secas, hirientes.
En la cresta de la ladera, Jim colocó a Andy en la parte delantera del trineo. Anne se situó detrás de Andy y Jim se apretujó en la parte trasera. Con las manos enguantadas, se impulsaron hacia delante y salieron deslizándose entre gritos y aullidos.
Cada vez iban más deprisa. A lo lejos, aproximándose rápidamente, una cabaña.
El trineo se aceleraba ladera abajo como una nave rasgando el frío del espacio exterior. A Andy le entró pánico.
—¡Saltemos! —gritó—. ¡Saltemos! ¡Saltemos!
Los chanclos de Andy estaban atrapados bajo la parte delantera del trineo. Intentó empujar hacia atrás para liberarse, pero Anne, que estaba detrás de él, no podía moverse. Jim empujaba hacia delante desde la parte trasera, aprisionándoles sin remedio.
La cabaña se aproximaba rápidamente.
—¡Saltemos! ¡Saltemos!
El trineo se encontraba a menos de veinte metros de la parte lateral de la cabaña, y la trayectoria aseguraba una terrible colisión. Anne tenía la mirada clavada al frente, con los rasgos de la cara paralizados por el terror. Andy gimoteaba.
El trineo se desvió ligeramente a causa de algún pequeño obstáculo y, a dos metros de la cabaña, el padre lo frenó. Mientras salían despedidos del trineo, Anne, histérica, balbuceaba que Jim les había aprisionado para que no escaparan. Andy no dejaba de llorar. Steve y Clara Morrison intentaban calmar a sus hijos menores.
Jim estaba de pie, a su lado, con cara de satisfacción.
—Solo nos estábamos divirtiendo —dijo.
La madre de Jim, Clara Clarke, tenía cinco hermanos. Era la hija algo excéntrica y divertida de un abogado inconformista de Wisconsin que, en cierta ocasión, había sido candidato a un cargo público por el partido comunista. Su madre había muerto cuando Clara aún era adolescente. En 1941, con veintiún años y habiéndose trasladado su padre a Alaska para trabajar de carpintero, Clara fue a visitar a su hermana, que estaba embarazada, a Hawái. En un baile de la marina, conoció al padre de Jim, Steve.
Steve se había criado en una pequeña ciudad de Florida, tenía dos hermanas y era el único hijo varón del conservador propietario de una lavandería. De niño, le habían puesto inyecciones en las tiroides para estimular el crecimiento. En el instituto, su primo y mejor amigo le describía como «un vaquero del campus, una especie de santurrón, un metodista enérgico, pero popular entre las chicas». Steve se graduó en la Academia Naval de Estados Unidos con cuatro meses de adelanto, en febrero de 1941, ya que el programa de instrucción se aceleró para dar una nueva promoción de oficiales ante la inminente guerra mundial.
Steve y Clara se conocieron casi al mismo tiempo que los japoneses bombardeaban Pearl Harbor. Se casaron rápidamente, en abril de 1942, poco antes de que el barco minador de Steve abandonara el dique seco para volver al servicio en el Pacífico Norte.
Al año siguiente, le destinaron a Pensacola, Florida, para hacer instrucción de vuelo y, justo once meses después, el 8 de diciembre de 1943, James Douglas Morrison se unía albaby-boom de la guerra, en Melbourne, Florida, cerca de lo que hoy es Cabo Cañaveral.
Su padre le dejó a los seis meses para volver al Pacífico y pilotar cazas desde un portaaviones. Durante los tres años siguientes, Clara y su pequeño vivieron con los padres de Steve en Clearwater. La casa, situada en pleno golfo de México, se regía por unas reglas cuidadosamente prescritas, y sus residentes eran gobernados por clichés victorianos: los niños se deben ver, pero no oír…, ignora las cosas desagradables y desaparecerán…