NANA
Eran ya más de las doce y los niños estaban durmiendo cuando Nana vio el prefijo extranjero reflejado en la pantalla de su teléfono móvil. Estaba sentada sobre un taburete de metal cojo en la única pieza del oscuro sótano que desde hacía años se había convertido en su residencia.
—Mamá, te llamo para darte malas noticias.
Nana dejó a un lado los ahorros que guardaba dentro de una caja de zapatos.
—Es Ming. Se ha quedado sin trabajo. Su jefe, ¿te acuerdas que te hablé de él? Pues lo ha echado. Así, sin más. Anteayer por la mañana lo citó en su despacho, le dijo que no le renovaban el contrato.
Yan aguardó unos instantes.
—Y, además, sin darle ninguna explicación —dijo después—. Por lo menos podría haberle dicho que lo sentía, ¿no? Pero ni una palabra.
—¿Y qué vais a hacer ahora? —preguntó Nana.
—Nada. Buscar empleo otra vez, qué remedio.
Durante un breve instante de silencio, Nana anticipó en su mente las siguientes palabras de su hija. Mientras tanto, las yemas de sus dedos recorrían el relieve gastado de sus billetes y monedas. Había dejado de contar, y clavaba su mirada extraviada en un punto fijo de la pared.
—Y eso no es lo único. Lo peor es que ya no vamos a poder mandarte dinero para la guardería de los niños, con mi sueldo solamente, y papá en casa...
Nana intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca.
—Te llamaba precisamente para decírtelo. Lo entiendes, ¿verdad? No es que no quiera...
—Sí, claro que lo entiendo —dijo Nana—. No te preocupes. Nos arreglaremos.
Como de costumbre, zanjados los asuntos prácticos, ya no encontraron nada más que decirse, y un silencio incómodo reinó a través del auricular.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó Nana por fin.
—Como siempre. Ming lleva unos días de muy mal humor y se pelean por la televisión.
—No me imagino a tu padre peleándose con nadie.
—Ya te lo he dicho muchas veces. Ha cambiado. Cuando no está ido, está protestando por algo. Además, tú no puedes saberlo. Hace años que no lo ves.
—¿Se ha vuelto a escapar de casa? —preguntó Nana, para cambiar de tema, mientras cerraba los ojos intentando evocar el rostro de su marido.
—Últimamente no, pero cualquier día nos vuelve a dar la sorpresa. Ahora le ha dado por quitarme las joyas y los pendientes y enterrarlos en las jardineras de la terraza.
Nana volvió a experimentar una ambigua sensación de culpa. Sentía que su hija le recriminaba en silencio los años que llevaba haciéndose cargo de su padre. Quiso hablarle de la premonición que había tenido esa misma mañana, pero no alcanzó a articular sus palabras.
—Sé paciente con él. Está enfermo —fue lo único que dijo.
Yan volvió a retomar el tema del dinero.
—Entonces, podrás arreglártelas, ¿verdad? Me refiero, aun si no te enviamos el dinero. Solo será un tiempo, hasta que Ming vuelva a encontrar trabajo.
Nana contempló los muros desnudos de la habitación, las grietas por donde salían las cucarachas y el hedor que se colaba por la ventana de aquel sótano.
—Sí, nos las arreglaremos —dijo con calma.
¿Acaso no conseguía arreglárselas siempre?
—Y, por lo demás, ¿qué tal todo? ¿H