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En la larga noche, antes de dejarme vencer por el sueño, suelo recordar nuestro pasado común y mi propio pasado...
Mis padres y los de Fedora eran amigos además de socios, y se dedicaban al negocio del cobre. Lo importaban de Chile y luego lo vendían en Rusia y el norte de Europa. Como la empresa tenía su propia vida, por no decir su propia mecánica, nuestros padres lo delegaban todo en sus capataces y sus encargados, y llevaban una vida disipada y melancólica. Al final, la frivolidad es una disciplina muy severa, y te va matando el alma. Lo fui viendo en mi madre día tras día. Su vejez paulatina no se detectaba en su piel, que se mantenía lisa como la porcelana; se detectaba en su mirada, en su sonrisa y en algunas de las palabras que decía de forma inconsciente y que surgían como puñales infectados desde las regiones más oscuras del alma.
Mi abuelo había sido menos frívolo que ella y mi padre. A los veinte años era ya un pianista renombrado, pero abandonó la música tras la muerte de su esposa, una bailarina que falleció en el parto de mi madre. Desde aquel mismo día mi abuelo se dedicó a restaurar pianos junto al camposanto donde reposaba su mujer.
Como mis progenitores apenas me hacían caso, bien puedo decir que mis verdaderos padres fueron mi abuelo y mi nodriza, una mujer de provincias que se llamaba Eulalia y que me dio de mamar hasta los tres años. Eulalia estaba siempre pendiente de mí, y mi relación con ella era tan íntima como la que se puede tener con una buena madre. Fue ella la que me enseñó a leer y a escribir y la que me llevaba al cine Aurora todos los sábados, para ver películas que nunca olvidaré:Alicia en el País de las Maravillas, a los cuatro años;La vida de Cristo, a los seis años; yEl asesinato del duque de Guisa, a los ocho años.
Con la nodriza solía ir al cine. En cambio, a los espectáculos de danza solía ir con mi abuelo y gracias a él pude ver bailar a Isadora Duncan. La primera vez que actuó en San Petersburgo fue en enero de 1905. La misma Isadora contaba que, cuando bajó del tren, nadie la estaba esperando en el andén porque el tren se retrasó doce horas y llegó a las cuatro de la madrugada. Mientras se dirigía al hotel en carroza vio una procesión de obreros cargando con más de cien ataúdes en el sombrío amanecer de invierno. La noche siguiente, cuando le tocó bailar en el Teatro Imperial, le asombró el contraste entre lo que había visto el día anterior y el lujo tan hiriente como asombroso de las damas y caballeros que asistían a su espectáculo. Isadora había visto el entierro de parte de los obreros que habían muerto asesinados el Domingo Sangriento, y que nuestros padres nos ocultaron para que no creyésemos que vivíamos en el infierno y porque para ellos la muerte de doscientos individuos de la chusma tenía menos importancia que el fallecimiento de uno de aquellos caballos por los que apostaban en el hipódromo y que a veces llevaban el nombre de algún antiguo héroe ruso.
Solo mucho más tarde, cuando ya estaba cerca la Revolución de Octubre, me enteré de los pormenores del Domingo Sangriento, y supe que aquel domingo más de 200.000 obreros se habían acercado al Palacio de Invierno con iconos religiosos y retratos del zar para pedir clemencia al monarca con voluntad cristiana y buenas maneras. Exigían subidas salariales que les permitieran alimentar mejor a sus familias. La prueba de que su protesta se enmarcaba dentro de los límites del cristianismo, y apuntaba al concepto de caridad más que al de revolución, se observa en el hecho de que capitaneaba la manifestación un sacerdote ortodoxo que se había convertido en el gran defensor de la clase obrera, el padre Gapón.
También supe más tarde que, mientras los obreros se