VESTIMENTA DE VERANO E INVIERNO
En compañía de Ito salí fuera a ver la aldea: la paciente laboriosidad de la gente, el magnífico emplazamiento del poblado, la rutina vespertina de sus moradores, la tranquila monotonía. Después la contemplé desde el balcón de mi cuarto y leí la frase —de uno de los periódicos de las Transacciones de la Sociedad Asiática— que me había impulsado a acometer este viaje: «Hay una ruta sumamente pintoresca y soberbia que asciende por el curso del río Kinugawa y que parece casi tan inexplorada para los japoneses como para los extranjeros». Arriba, el cielo presentaba tonos de un amarillo limón y abajo una capa de fango de más de treinta centímetros. La aldea está atravesada por un camino, ahora convertido en lodazal, y expuesto en varios puntos a una corriente impetuosa salvada a trechos por tablas, la cual es al mismo tiempo lavatorio y fuente para beber. Cuando vuelven del trabajo, los aldeanos se sientan en las tablas, se despojan de sus ropas manchadas de barro, las retuercen para exprimirlas y luego meten los pies en la corriente. A un lado y otra de esta se alinean las casas frente a las cuales hay montones de estiércol ya muy descompuesto y las mujeres aplican la fuerza de sus pies desnudos a aplastarlo hasta convertirlo en pulpa. Cuando trabajan, todas llevan chaleco y pantalones, pero cuando están en casa no llevan más que unas enaguas. He visto varias respetables matronas cruzar la calle para visitar a alguien vestidas solo con esta prenda y sin ningún sentido de falta de decoro. Los niños más pequeños no llevan nada excepto una cuerda colgada del cuello y un amuleto. Las personas, prendas de vestir y viviendas se hallan infestadas de parásitos, y si fuera posible aplicar el término de mugre a personas tan independientes y laboriosas como estas, entonces sería justo el calificativo de mugriento. Una vez que se hace de noche, los escarabajos, las arañas y las polillas celebran su particular carnaval en mi cuarto, al que acuden como invitados los tábanos, pues en la casa hay caballerías. Tuve que rociar mi camilla con insecticida, pero bastó con que la manta estuviera un minuto en el suelo para que las pulgas hicieran imposible dormir. La noche fue muy larga. Cuando elandon se apagó, en la habitación quedó un hedor a petróleo rancio. Los perros nativos japoneses —de color crema, aspecto lobuno, tamaño de uncollie, muy ruidosos y agresivos, pero tan cobardes como suelen ser los perros ladradores— están por todas partes en Fujihara, de suerte que los ladridos, gruñidos y peleas entre ellos no cesaron hasta el amanecer. Para colmo, empezó a llover a cántaros obligándome a mover mi camilla de un sitio a otro del cuarto para ponerme a salvo de las goteras. A las cinco de la madrugada se presentó Ito y me apremió a que abandonáramos aquel lugar:
—No puedo dormir. Hay miles y miles de pulgas —susurró.
Ito ha viajado al norte, hasta el estrecho de Tsugaru también por el interior y afirma que nunca creyó que en Japón hubiera lugares como este y que la gente de Yokohama no le creería cuando les contara esto y la ropa que llevaban las mujeres. Confesó «estar avergonzado de que una extranjera viera un lugar así». Todos los días me sorprende Ito por su sagacidad para viajar y por su singular inteligencia. Es intensamente japonés, su patriotismo posee toda la debilidad y la fuerza de la vanidad personal, y considera inferior todo lo que es extranjero. Nuestras hábitos, ojos y modo de comer simplemente le parecen odiosos. Le encanta contar historias sobre la falta de educación de los ingleses a los que describe «vociferando “buenos días” a todo el mundo que se encuentran en la calle», atemorizando a las ninfas de las casas de té, dando patadas o bofetones a los culis, pisando las esteras blancas con sus botas llenas de barro, comportándose en general como sátiros mal educados, despertado animadversión mal encubierta en las regiones rurales por donde pasan y, en fin, haciendo merecedores a sus compatriotas y a su país del ridículo y el desprecio16. Se preocupa mucho de mi buen comportamiento,