CAPÍTULO I
—¡Virginia Stuyvesant Clay, vas a hacer lo que se te dice!— fue la aguda respuesta. La señora Clay se levantó impaciente de su asiento y atravesó el amplio salón, exageradamente adornado, para mirar con detenimiento a su hija.
—¿Sabes lo que estás diciendo, niña?— preguntó con voz aguda—. Te estás negando a casarte con un inglés que muy pronto será Duque. ¡Un Duque! ¿Me oyes? Hay sólo veintiséis... ¿o son veintinueve Duques?... y ¡Tú serás Duquesa! Eso será una lección para la señora Astor, que se da aires de grandeza y me mira por arriba del hombro. El día en que te vea llegar al altar, Virginia, creo que me moriré de felicidad.
— ¡Pero, mamá, él nunca me ha visto!— protestó Virginia.
—¿Y eso qué importa?— preguntó la señora Clay—. Estamos en 1902 y es el principio de un nuevo siglo; pero en Europa, y por supuesto que también en el Oriente, los matrimonios son siempre arreglados por los padres de los novios. Es un método muy sensato, que da buenos resultados para todos los interesados.
—Tú sabes tan bien como yo que este hombre…
—El Marqués de Camberford— interrumpió la señora Clay.
—El Marqués, entonces— continuó Virginia—, se casa conmigo por mi dinero. No le interesa ninguna otra cosa.
—Vamos, Virginia, ésa es una forma ridícula de hablar— contestó su madre—. La Duquesa es una vieja amiga mía. Hace diez años que tu papá y yo la conocimos, cuando andábamos viajando por Europa y tuvo la amabilidad de invitarnos a un baile que daba en su castillo.
—Ustedes tuvieron que pagar por las entradas —le recordó Victoria.
—Eso no viene al caso— contestó la señora Clay con altivez—. Era un baile de caridad y nunca he pretendido otra cosa. Pero posteriormente me comuniqué con la Duquesa y la ayudé con varios de sus proyectos favoritos. Se mostró muy agradecida conmigo.
—Agradecida por el dinero que le mandabas— respondió Virginia con voz suave, pero la señora Clay pretendió no haberla oído.
—No hemos dejado de escribimos en todos estos años— continuó—, le he enviado regalos de Navidad cada año, por los que siempre me ha dado las gracias en forma muy efusiva. Y cuando me escribió hace poco para preguntarme si mi hija estaba ya en edad casadera, comprendí que esos miles de dólares que en varias ocasiones le he enviado, han empezado a pagar dividendos por fin.
— ¡Pero, mamá, yo no tengo deseos de ser dividendo alguno! Y aunque la Duquesa sea encantadora, tú nunca has visto a su hijo.
—He visto fotos de él y es muy bien parecido. Y no es ningún jovencito imberbe. Cumplió veintiocho años el año pasado. ¡Es un hombre, Virginia! Un hombre que cuidará de ti y se encargará de toda esa ridícula fortuna que tu padre te dejó al morir y que debía haber puesto bajo mi control hasta que te casaras.
—Oh, madre, ¿vamos a discutir otra vez eso? Tú eres rica, terriblemente rica, y el hecho de que papá nos haya dejado su fortuna por partes iguales no tiene ninguna importancia. Por mi parte, puedes quedarte con todo lo que poseo. ¡Veríamos, entonces, si el Marqués estaría interesado en mí!
—¡Virginia, creo que eres la muchacha más desagradecida que existe!— exclamó la señora Clay—, por tratar de despreciar esta oportunidad, que es el sueño de toda joven. Te casarás con uno de los hombres más importantes de Inglaterra, te invitarán al Palacio de Buckingham y cenarás con los reyes, llevando tú misma una corona en la cabeza.
—Una tiara, mamá— aclaró Virginia.
—Bueno, como quieras llamarla. Y yo me encargaré de que tengas la ceremonia más suntuosa del año. ¿Te das cuenta de cómo será cubierta tu boda por los periódicos?
—Yo no voy a casarme con un hombre al que no he visto nunca—declaró Virginia con firmeza.
—Vas a hacer lo que digo— contestó su madre, enfadada.
—Pero yo no tengo deseo alguno de ser Duquesa, mamá. ¿No puedes entenderlo? Además, las cosas han cambiado.
—¿En qué sentido? Sólo por el hecho de que más ingleses vienen a los Estados Unidos y ahora viajan por Europa con más frecuencia que antes.
—Así que si invertimos dinero en eso— observó Virginia—, tendremos más dólares de los que ya tenemos. ¿Para qué?
La señora Clay hizo un gesto de impaciencia.
—¿Quieres dejar de hablar del dinero en esa forma despreciativa, Virginia, en que lo haces siempre? Debías estar agradecida de tener tanto.
—No puedo estarlo si eso significa que tengo que casarme con un hombre al que nunca he visto y cuyo único interés en mí está en los dólares que voy a proporcionarle.
—Vamos, Virginia, las cosas no son así— protestó la señora Clay con irritación—. Como te he dicho, la Duquesa y yo hemos sido amigas por mucho tiempo y ella me ha escrito sugiriendo que un matrimonio entre nuestros hijos sería algo muy conveniente y agradable para ambas familias.
—¿Cuánto te ha pedido por el privilegio de dejarme pertenecer a la aristocracia inglesa?— preguntó Virginia.
—¡No voy a contestar esa pregunta! Creo que es el tipo de comentario que suena en extremo vulgar en los labios de una jovencita. Puedes dejar todos los asuntos de negocios en mis manos y las de tu tío.
—Te he preguntado cuánto