Dos grandes fauces llenas de afilados dientes ocuparon toda su vista; sintió el aliento incandescente de la bestia que le llenó los pulmones. La dentellada pasó a centímetros de su cara. Pudo sentir el potente golpe de aire producido por el aleteo y vio pasar sobre él una sombra que le pareció ser el cuerpo y la cola. La bestia pasó rozando el suelo con sus garras y remontó nuevamente el vuelo.
El joven giró la cabeza y se colocó pecho tierra para poder verlo bien; el dragón parecía un dinosaurio con alas y cuernos, su piel era negra y tenía una textura similar a la de roca volcánica, parecía más una armadura que piel de verdad. Entre sus articulaciones brillaban líneas de color rojo y las membranas de sus alas resplandecían con igual intensidad, como si se tratara de roca fundida. No se parecía en nada a la imagen que recordaba de Smaug en la pantalla del cine.
Asombrado, se incorporó para poder ver mejor la figura alada elevándose en el cielo, sin poder dar crédito a sus ojos. Poco después oyó un ruido tras de él y volteó para ver de dónde provenía; sin pensarlo dos veces salió corriendo en la dirección contraria. Detrás de él se acercaba a toda velocidad un segundo dragón, corriendo sobre cuatro robustas patas. Este dragón no tenía alas, era tan grande como una casa y tenía el cuerpo recubierto por una armadura de hueso, sobre su cabeza llevaba, a manera de casco, un cráneo que ostentaba dos largos cuernos curvos como los de un carnero y, naciendo de la punta de su hocico, emergía otro enorme cuerno que atravesaba la armadura de hueso. Parecía un rinoceronte prehistórico que arremetía a toda velocidad y que amenazaba con aplastar cualquier cosa que se cruzara en su camino.
Surcando el cielo se acercaban dos dragones más. El primero, apenas más grande que el dragón de magma, era de color blanco con escamas que resplandecían al sol como madreperla y las alas cubiertas de plumas. Incrustado en su pecho se alcanzaba a ver lo que parecía ser un diamante del tamaño de un puño y tenía tres cuernos amarillos sobre su cabeza, dos salían de su nuca y el tercero nacía de su frente, como el cuerno de un unicornio.
El último de los cuatro dragones era el más grande de todos. Cuando sobrevolaba el campo, parecía que sus grandes alas de piel traslúcida, rasgadas por el fragor de múltiples batallas, ocultaban el sol. Su piel era de un color blanco azulado y la armadura de escamas y espinas que la recubría era tan dura como el mismo diamante. Largas y afiladas garras plateadas coronaban cada una de las puntas de sus alas y su cola, la cual ondeaba en el aire con un movimiento semejante al de la cola de un cocodrilo impulsándose para nadar.
Cada vez que respiraba, un resplandor azul iluminaba su pecho, como si respirara relámpagos de tormenta; incluso sus feroces ojos parecían irradiar luz propia. Dos grandes cuernos crecían en la parte posterior de