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Lo mejor, decidió, sería aprovechar para hacerle una visita al viejo, llevaba dos semanas sin pasar por el sanatorio. Sonia remoloneaba cuando se lo proponía —tampoco podía culparla, se dijo, porque le costara resignarse a pasar la tarde del domingo, su único día libre, con un anciano que, a menudo, no la reconocía— y algunos fines de semana, por más que le remordiera la conciencia, no encontraba el ánimo para visitarlo solo.
La residencia estaba a las afueras de la ciudad, a poco menos de una hora en taxi. Como de costumbre, pasó en primer lugar por el despacho del director, para informarse del estado de su padre antes de visitarlo.
—Estable, señor Ormaechea. De lo cual debemos sentirnos satisfechos. Últimamente había retrocedido mucho.
—Imagino que hay pocas esperanzas de que mejore —dijo Iván.
—Muy pocas. Pero no se apure. Su padre no es infeliz. Dado su historial, puede que esté mejor así.
La tristeza, pensó Iván, sabía a licor de almendras, un licor amargo que podía degustarse lentamente, paladeando su sutil textura, entreteniéndolo en el paladar largo tiempo.
—Gracias doctor.
—No deje de venir a menudo. Su padre le necesita.
El viejo estaba sentado en el banco de siempre, en una de las esquinas más apartadas del amplio parque que rodeaba el edificio central. Iván lo contempló mientras se acercaba. Físicamente seguía siendo el hombrón de siempre, aunque en los últimos tiempos hubiera perdido bastante peso y su indumentaria —chaqueta y pantalones de pana sostenidos por tirantes, camisa de lana a cuadros rojos— pareciera ahora demasiado holgada para él. Hacía girar entre las manos su sempiterna chapela, sin la que era difícil imaginárselo, la chapela que rara vez se quitaba, «para no olvidarme de mi tierra, cojones». Aunque de su tierra hubiera emigrado medio siglo atrás, un muchacho más, con los bolsillos vacíos de otra cosa que ilusiones, buscando fortuna en la ciudad.
—¡Hijo! Qué alegría.
Iván apretó con toda su fuerza las manos descomunales de su padre. El anciano rió, contento de la broma habitual, devolviéndole fieramente el apretón.
—Para, viejo —gritó Iván cuando le pareció que sus dedos estaban a punto de reventar—. Que me rompes la mano.
—Coño, Juanito. De qué estáis hechos los jóvenes.
Se sentó junto a él. Un rayo de luz, colándose entre las ramas de la gran encina que daba sombra al banco le deslumbró. Cerró los ojos y se restregó los párpados, reclinándose luego hacia atrás, apoyando la cabeza en el respaldo de madera, agradecido por la caricia del sol en el rostro, por la súbita tranquilidad del momento. Recordó aquella otra tarde remota de domingo, en la que la misma luz, colándose por los ventanales del casino —así llamaba su padre al garito que hacía las veces de taberna, restaurante y centro social para la nutrida población de emigrantes que habitaba el barrio de su infancia— le había también encandilado, deteniendo el instante en su memoria. Un instante que era capaz de evocar con toda nitidez, como si no hubieran pasado veinticinco años desde entonces. Podía ver la larga barra, tras la que se afanaban Pablo, el propietario y dos o tres de sus hijos, recorriendo a la carrera los mismos ocho metros, de norte a sur, de sur a norte, una y otra vez, impecables en sus camisas blancas y pantalones oscuros, los parroquianos repartiéndose entre las mesas, algunos atentos al televisor, otros comiendo o conversando, si es que el intercambio exaltado de voces disonantes, acompañado de grandes aspavientos, merecía tal nombre. Po