CAPÍTULO I
Al muelle de Dover se encontraba en el más completo caos. Tres barcos descargaban mercancía al mismo tiempo y una larga fila de navíos esperaba su turno. Parecía imposible descargar siquiera un alfiler más en el suelo de Inglaterra.
En una abigarrada confusión se encontraban armas, cajas con municiones y pertrechos, baúles, fardos, arneses y Sillas de montar junto con los caballos, aún mareados y temblando por los terrores de la travesía por mar, conducidos por mozos que parecían estar en las mismas condiciones.
De los barcos descendían en camillas hombres heridos, algunos a punto de expirar, y otros soldados sin brazos o sin piernas, ayudados por ordenanzas que se encontraban en un estado casi semejante.
Más allá, se veían soldados de caballería que habían perdido sus armas y sus alforjas y sargentos que gritaban órdenes que nadie escuchaba.
«Si esto es la paz», pensó el Coronel Romney Wood, mientras descendía por los desvencijados tablones, «por lo menos la guerra estaba mejor organizada».
Aunque se dijo que no era más que sentimentalismo, no pudo evitar sentirse embargado por una gran emoción al pensar que regresaba a su país después de seis largos arios de guerra en territorio enemigo.
Al igual que la mayoría de los hombres del ejército británico esperaba que después de Waterloo y del exilio de Napoleón en Santa Elena podría regresar a su hogar; pero en opinión del Duque de Wellington, el Ejército de Ocupación era esencial para la paz de Europa.
Al principio, el Coronel Wood pensó que la insistencia de su Comandante en Jefe era inf