A primera vista más parecía una fortaleza que una casa. Realmente imponían sus majestuosos muros, y más todavía si se miraba desde cualquiera de las calles que subían hasta lo alto de la colina, justamente donde ella estaba. Así que decidió no mirar más y caminar de prisa. Apremió a la criadita que la acompañaba, una pariente pobre que no había tenido tanta suerte como ella. Lo mejor era llegar cuanto antes. Era un lugar espléndido para vivir, pensaba, mientras subía la calle que la conducía a la entrada principal, a pasitos cortos porque en el fondo le daba miedo llegar. Nunca había imaginado que ella finalmente viviría en un palacio, porque el majestuoso convento de los agustinos no podía ser considerado de otro modo. Y ahora esto, tanto tiempo deseado, tan soñado, le daba un poco de miedo. O sería la emoción. Se acordó de la víspera del Domingo de Resurrección, cuando había huido de Nimbschen. Aunque solo habían pasado dos años, era otra vida y otro mundo. Aquella inquietud que tenía era estúpida y se avergonzó de sentirla. La vencería, como había vencido otros temores. No tenía más que echar mano de sus recuerdos, de los años amargos que había pasado, de la superiora y, sobre todo, de su tía Catalina, que le ponía paños frescos en la nuca para ahuyentar los malos pensamientos y, con voz suave pero irritada, le explicaba que el destino que su padre había elegido para ella era lo mejor que podía sucederle.
—¿Qué culpa tiene nadie de que nuestra familia esté totalmente arruinada? ¿Qué quieres, que te case con cualquier ganapán? Hija mía, tú no tienes dote ni puedes tenerla. Como yo tampoco la tuve. Eres en todo igual a mí, hasta en el nombre. Y dale gracias a este convento que nos ha acogido; así no somos una carga para la familia y podemos vivir con cierto decoro. Tú lo odias y quieres un marido, pero un marido no es solo un hombre; es una casa que hay que mantener y también hijos que alimentar. Acabarías fregando suelos de rodillas, sirviendo a otros. Y no podrías soportar esa humillación. Eres fea y orgullosa, como yo. Tu padre solo quiere evitarte esa vida de fatigas, de esfuerzo y de pobreza. Ningún noble va a tomar por esposa a una joven que no aporta al matrimonio ni siquiera un ajuar decente.
Tenía muchos recuerdos que agitar para darse valor. La tía Catalina era insistente y monótona. Un día la sorprendió mirando desde un ventanuco a los obreros que reparaban el muro de la huerta. No era ella la única monja que se asomaba, por cierto. Pero tuvo la mala suerte de ser sorprendida precisamente por la tía Catalina, que, a pesar de ser su tía, o precisamente por serlo, decidió hacer público escarmiento de su desobediencia. Aún no sabía cómo había reunido paciencia para no matar a aquella urraca. Bueno, finalmente se iba a casar. No exactamente como había soñado, pero se iba a casar. Y tendría una gran mansión. Mejor que la del burgomaestre. La tía Catalina, solo para fastidiar, no hacía más que decir que no debía confiarse demasiado, que todo podía cambiar. No entendía nada la tía Catalina. De allí no la sacarían más que con los pies por delante… De repente oyó como una especie de aullido y se sobresaltó. Volvió la cabeza rápidamente. La criadita que la acompañaba también lo había oído y miró hacia atrás. No pudieron ver más que una ventana que se cerraba con precipitación. Apremió de nuevo a la muchacha.
—Venga, que te entretienes con nada.
La carpintería de Meister Stübner era un taller próspero y ruidoso. A ello contribuía, sin duda, la numerosa progenie de Meister Stübner y su esposa Pulqueria, que, por riguroso orden de aparición, habían puesto en el mundo a Antón, Frank Edgard, Stephanus, Josefina Ulrica y Enmanuelle. Los hermanos no se parecían entre sí. Todos, menos el pequeño, eran guapos, pero muy distintos. Esto había dado lugar a rumores, aunque nadie había conseguido buscar un padre alternativo para el moreno Antón o el rubio Frank Edgard, el moreno Stephanus y la rubia Josefina Ulrica. El pequeño Enmanuelle, para complicarlo todo, era pelirrojo y además feo como un pecado, aunque tenía una gracia que ninguno de sus hermanos poseía. Con el tiempo los cotilleos se habían ido apagando. Y ahí se habían quedado las malas lenguas.
Meister Stübner era un hombre rudo y hacendoso