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El invulnerable
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El preceptor suizo era flaco, encorvado y soñaba con la Ilustración como un amanecer sereno y hermosísimo; al principio imperceptible y de repente el nuevo día ya había llegado.
Así la imaginaba. Suave, tranquila y sin resistencia. Así debería ser siempre.
Se llamaba François Reverdil. Era el del patio de palacio.
Reverdil cogió de la mano a Cristián porque olvidó el protocolo y lo único que sentía en ese instante era tristeza al ver llorar al chico.
Por eso se quedaron inmóviles sobre la nieve en el patio del palacio, después de que Cristián fuera bendecido.
La tarde de aquel mismo día, Cristián VII fue proclamado rey de Dinamarca desde el balcón del palacio. Reverdil permaneció a su lado en un segundo plano. El rey saludó con la mano mientras sonreía, lo cual despertó antipatía.
Se consideró impropio. No se dio ninguna explicación al inadecuado comportamiento del rey.
Cuando el suizo François Reverdil fue empleado en 1760 como preceptor del príncipe heredero Cristián, de once años de edad, consiguió ocultar durante mucho tiempo sus orígenes judíos. Sus otros dos nombres —Élie Salomon— no se escribieron en su contrato.
Una precaución seguramente innecesaria. Hacía más de diez años que no había pogromos en Copenhague.
Tampoco se dio a conocer que Reverdil era un ilustrado. Según su opinión, se trataba de una información inútil, que además podía hacer daño.
Consideraba sus ideas políticas como un asunto privado.
La precaución era su principio fundamental.
Sus primeras impresiones sobre el chico fueron muy positivas.
Cristián le pareció «encantador». Delgado, de baja estatura, casi como una niña, pero de apariencia y espíritu atractivos. Era agudo, se movía con suavidad y elegancia, y hablaba tres lenguas con fluidez: danés, alemán y francés.
Ya después de algunas semanas esta imagen se complica. El chico pareció encariñarse muy deprisa de Reverdil, ante el cual, como dijo al cabo de solo un mes, «no sentía terror». Cuando Reverdil se preguntó sobre la desconcertante palabra «terror», pareció comprender que el miedo era el estado natural del joven.
Con el tiempo, el término «encantador» ya no bastó para describir la imagen completa de Cristián.
Durante sus paseos obligatorios, establecidos con una finalidad regeneradora y sin más compañía que la de su preceptor, aquel chico de once años expresaba sentimientos e ideas que Reverdil encontraba cada vez más alarmantes. Les daba, además, una extraña vestidura lingüística. Su añoranza de ser «fuerte» y «duro», repetida obsesivamente, no significaba en ningún modo el deseo de poseer una constitución física robusta; se refería a otra cosa. Quería hacer «progresos», pero tampoco esa idea se prestaba a una interpretación racional. Su lenguaje parecía compuesto por una enorme cantidad de palabras formadas según un código secreto, imposible de descifrar para alguien no iniciado. En las conversaciones con una tercera persona, o ante la corte, este lenguaje codificado desaparecía. Pero a solas con Reverdil, el uso frecuente de palabras codificadas