Capítulo 2
LOS AMOS DE LA PROSTITUCIóN Y LA TRATA
CHOCHALES
Cuando abrimos el primer negocio, mis socios —el Chepa y el Dandy— y yo ya llevábamos más de once años juntos. Después de haber coincidido muchas veces en el mismo local trabajando, nos conocíamos y nos respetábamos. Incluso nos llevábamos bien, pese a ser tan diferentes. Yo llevaba mucho tiempo con ganas de montar mi propio negocio. Quería poner en practica todo lo que mi mentor me había enseñado del ambiente. Y asociarme con ellos me proporcionaba la oportunidad. Ellos dos, mis socios, eran familia. Primos segundos, en concreto. Y además compartían otro negocio en Albacete: un pequeño club que habían abierto un año antes en compañía de un chulo andaluz —muy mala gente, por cierto— apodadoel Toño, antes macarra, y ahora reconvertido en tratante de mujeres brasileñas.
Llegué a la Mancha en agosto de 1994, con las primeras luces del día. A pesar de la hora tan temprana hacía mucho calor en ese verano típico manchego, seco y sofocante. Fue un viaje muy largo en tren, casi una jornada completa. En la pequeña estación de Valdepeñas me esperaba con su coche el Chepa. Tanto él como el Dandy ya habían estado con anterioridad en el lugar para echar un vistazo al local que albergaría nuestro futuro negocio. Salimos hacia las afueras del pueblo, rumbo a una zona totalmente despoblada. El Chepa detuvo el vehículo en un descampado, bajamos y entonces vi el club. Se me cayó el alma a los pies. Pero ¿qué era aquello? Me dieron ganas de salir corriendo y no parar hasta llegar de nuevo a Barcelona, o más allá... Pero no me iba a rendir tan fácilmente.
El club que íbamos a regentar estaba situado a las afueras del pueblo de Valdepeñas. Era unchochal de mala muerte que no tenía nada que ver, ni de lejos, con los elegantes locales en los que había trabajado en Cataluña, esos lugares donde me profesionalicé y en los que aprendí todo del mundo de la noche.
Era un club pequeño, con tan solo diez habitaciones. Tenía el tejado de uralita y una sola planta, cuadrada, y muy mal distribuida. Al entrar, recibías una terrible bofetada de mal olor, un tufo mezcla de humanidad y tabaco que te echaba para atrás.
En un lateral, divididas por un estrecho y oscuro pasillo, estaban las pequeñas habitaciones. Disponían de un lavabo, una ducha, una silla y una cama de noventa centímetros. El salón estaba pintado de azul manchego —ese añil tan característico— y blanco, aunque este último color aparecía ya amarillento por la cantidad de nicotina acumulada. El suelo era de un vasto terrazo gris perla y se encontraba alfombrado por cientos de colillas. Unos toscos fluorescentes de colores amarillos, verdes y rojos iluminaban el lugar. Eso sí, como en todo buen club que se preciara, el salón contaba con media docena de grandes espejos, estratégicamente colocados. Unos espejos que no servían para que las mujeres, o los clientes, se atusaran las melenas o comprobaran si estaban guapos; servían para observar todo lo que ocurría dentro del salón. Te permitían ver desde cualquier ángulo del local, sin necesidad de contemplar directamente a la persona a la que estuvieras controlando.
Como el club estaba situado en medio de un gran descampado, completamente salvaje, sin asfaltar, los días de lluvia —muy escasos en verano, por suerte— se convertía en un inmenso barrizal.
Después de pulverizar litros de ambientador para neutralizar el mal olor, y adecentarlo un poco, repartimos los distintos quehaceres entre los tres; el Chepa se encargaría de la contabilidad y de los trabajadores, el Dandy de suministrar mujeres de macarras —que ya no encontraban plaza— y, por último, yo me encargaría de la seguridad, relaciones públicas con clientes, macarras y policías.
El pueblo al que pertenecía el club era Valdepeñas, un pueblo vitivinícola, agrícola en general, en el que los habitantes del lugar, mayoritariamente, vivían del campo. Hacía casi cuatro años que no llovía apenas en la zona, así que la economía no andaba muy boyante.
Mi mentor hubiera dicho que aquel no era un lugar para abrir un club, porque los vecinos no tenían dinero para vicios y el pueblo no parecía estar para fiestas.
Muy cerca de nuestrochochal también había otros clubes de la competencia, cuatro en total, con una separación entre ellos de dos kilómetros. Estos negocios estaban siendo extorsionados desde hacía años por unos gitanos del ambiente, también macarras, pero, sobre todo, abusones. Se dedicaban a extorsionar a los propietarios de los clubes con un impuesto diario, que era el salvoconducto para poder abrir las puertas del local y poder vender copas y alquilar mujeres. Cuando los abusones hacían lavisita para obtener el cobro del impuesto, no solo no pagaban las consumiciones, sino que ellos mismos se ponían detrás de la barra para servirse sus p