Andrine
Un día de primavera, a finales de la década de los ochenta, tenía que hacer una pequeña visita, de la que avisé con muy poca antelación, a una tía mía en la ciudad de Åsgårdstrand. Hacía solo unos meses que me había separado y vuelto a la vida de soltero. Ya te conté que estuve casado unos años.
Durante nuestros años de convivencia nos habíamos apañado con un solo coche, y la idea era poder seguir compartiéndolo hasta que uno de los dos se comprara otro. Lo de mi viaje imprevisto fue un martes, uno de los días en los que a Reidun le tocaba el coche.
Bueno, así se llamaba mi mujer.
Aunque a mí me tocaba los lunes, miércoles y viernes, albergaba la esperanza de que mi obligación de ir a Åsgårdstrand se impusiera sobre su posible necesidad del coche aquel día en cuestión, pero Reidun tenía que ir a la peluquería y a la tintorería, y, además, tal vez se pasara por casa de una amiga que vivía a solo unas manzanas.
No era la primera vez que nos peleábamos por el coche. Por desgracia, la semana tiene un número de días impar, de modo que uno de ellos, el domingo, ninguno de los dos podíamos alegar la prioridad de su uso. Luego, echando la vista atrás, me he preguntado por qué no lo adjudicamos simplemente un domingo a Reidun y el siguiente a mí y así sucesivamente. También podría haberlo tenido uno hasta las 15:00 horas y el otro a partir de las 15:00, aunque, si hubiera sido un acuerdo en firme, deberíamos haber introducido una especie de sistema por turnos para que el reparto fuera completamente justo (por ejemplo, alternando entre disponer del coche la primera o la segunda parte del domingo); de lo contrario, el acuerdo habría podido quebrar en cualquier momento y ocasionar una nueva ronda de altercados.
Quizá debido a aquella falta de sistema en cuanto al séptimo día de la semana, el día de descanso, los dos estábamos a la espera de que el otro anunciara que había adquirido el coche número dos, para que así la otra parte pudiera quedarse con el viejo Toyota Corolla. En cualquier caso, no poseía tanto valor como para que tuviéramos que comprar uno la parte del otro; yo, al menos, nunca habría pedido a Reidun que me diera un billete de mil si al final ella se quedaba con el viejo cacharro, porque yo me habría comprado un flamante coche que ella no podría ni soñar con tomar prestado.
En la casa donde vivíamos juntos, y en la que Reidun seguía viviendo, había una plaza de aparcamiento que venía con el piso, pero, donde yo tenía entonces mi pequeño refugio, no había más que parquímetros públicos. Teníamos cada uno nuestra llave del coche, pero solo una plaza de aparcamiento, que se encontraba a cuatro paradas de metro de donde yo me había mudado hacía poco. Eso era antes de que me fuera a vivir a la calle Gaupefaret, donde sigo viviendo, al pie de la colina de Holmenkollen.
Aquellos domingos eran nuestro principal caballo de batalla. No teníamos hijos, y, después de que yo me mudara, el único objeto real de conflicto era nuestro viejo Corolla, último resto de los bienes comunes, con asociaciones sensibles a los días en que los dos íbamos en él, con ella o yo al volante. Ese coche oxidado casi hasta la médula era un triste recuerdo de una vida en común, de un matrimonio. Esa parte de la existencia ya había desflorecido.
Como ya mencioné, tanto antes como después del matrimonio he tenido pareja. De cara al exterior solo lo llamábamos «acompañante a la ópera», «escolta a restaurantes» o «compañero de paseos», una serie de muletillas verbales comunes. No obstante, mi única pareja de verdad ha sido mi mujer. Duró unos años. Duró hasta que Reidun primero me diera la espalda, en sentido literal, es decir, en la cama de matrim