La consciencia le llegó remisa.
Lo primero que notó fue que tenía todo el cuerpo dolorido, incluida la cara. Se despertaba de un sueño extraño, pero no lo hacía en la cama. Ni siquiera estaba tumbado. ¿Qué le ocurría? ¿Dónde se hallaba? ¿Qué le producía el entumecimiento que percibía en todo su cuerpo?
Estaba sentado y con el tronco caído hacia un lado. Intentó moverse y al punto reparó en que se encontraba atado de pies y manos. Algo le sujetaba también la boca y le impedía mover las mandíbulas y los labios. Enderezó ligeramente la cabeza y abrió los ojos. No había mucha luz, pero la suficiente como para darse cuenta de que no reconocía el entorno, aunque lo que más lo turbaba era su propio cuerpo. Se miró a sí mismo, pese a la dificultad con la que movía la cabeza. Se encontraba sentado sobre el lado izquierdo de un herrumbroso banco metálico de jardín; aunque aquello no era un jardín, ni mucho menos. Tenía los brazos atados a la espalda, quizá con cordel, pero además una cinta adhesiva ancha y gris le cubría el tronco y los brazos con gran número de vueltas y, a su vez, lo ataba al respaldo del banco. Sus piernas también estaban envueltas por la misma cinta y enganchadas por debajo de las rodillas a una pata del asiento. Y, aunque no podía verla, supuso que esa misma cinta era la que le envolvía la cabeza a la altura de la boca dejando inmóviles sus mandíbulas. No tenía la más mínima posibilidad de moverse, ni siquiera para aliviar el dolor que le producían esas ataduras y la postura en la que probablemente llevaba bastantes horas. Notó, no obstante, que la cinta que lo amordazaba tenía una apertura en la línea de los labios. Quien le hubiera hecho esto no quería que se ahogara en caso de que no pudiera respirar por la nariz. Volvió a prestar atención a su entorno. Era una especie de garaje, con mucha suciedad y gran número de objetos: herramientas, sillas viejas, restos de vehículos, cajas de botellas vacías, maderas… No sabía dónde estaba.
Pero ¿quién lo había traído hasta aquí y lo había atado de esta manera?
¿Y cuándo?
¿Y por qué?
Hurgó en los recuerdos más recientes, hasta darse cuenta de que lo último de lo que tenía constancia era el momento en el que aparcó el coche en el parking del edificio donde vivía, después de haber dejado a su hijo en el colegio. Se bajó del coche, cerró la puerta, apretó el botón de la llave y… Sí, ahora lo recordaba. Alguien lo agarró por detrás y le tapó la boca y la nariz con un trapo. Un trapo que olía a… Lo anestesiaron, eso debió de suceder. ¿Por qué?, volvió a preguntarse. ¿Y quién? Escrutó de nuevo el lugar en el que se encontraba para intentar identificarlo, pero nada le resultó reconocible. Definitivamente, era un garaje para no más de un par de vehículos, aunque, en lugar de éstos, lo que había eran muchos trastos. Un gran portón de entrada se cruzaba en el suelo con dos surcos, hechos seguramente por el movimiento de carros, más que de coches. Una vieja cochera de una casa no menos vieja. O una antigua cuadra. Las ventanas habían desaparecido tras unas tablas clavadas a la pared, aunque por sus muchas rendijas se filtraban líneas de luz. Nada de lo que veía a su alrededor le daba ninguna pista sobre dónde podía hallarse. Trató de percibir ruidos, pero el silencio era absoluto. Salvo por un lejano trino que creyó oír. Probablemente no se encontraba en una ciudad ni núcleo urbano. Una casa en el campo, más bien.
Hacía frío.
Tenía ganas de orinar.
Todo le dolía.
Quien le hubiera hecho esto algo quería de él. Quizá se tratara de un secuestro para pedirle dinero. Pero él no tenía dinero; y tampoco sus familiares —ninguno muy cercano— eran ricos; y aunque alguno tuviera algún dinero ahorrado, difícilmente lo daría para salvarle la vida. En realidad, aparte de su hijo, casi podía decir que no tenía familia alguna. Si la intención de su secuestrador era pedir dinero por su rescate, había errado el tiro por completo. Tampoco los del consulado invertirían un céntimo para saca