Introducción
Cuando en junio de 2015 Donald Trump bajó por la escalera mecánica del vestíbulo de la Trump Tower para anunciar que emprendería la carrera para presentarse a la presidencia, un acto retransmitido en directo por televisión de ámbito nacional, casi todos los periodistas consideraron que su candidatura era un proyecto nacido de la vanidad. Yo no.
Soy periodista de investigación desde los dieciocho años. Llevo desenterrando hechos, viendo cambiar las leyes y, en general, causando muchos problemas por informar haciéndolo para elSan Jose Mercury News, elDetroit Free Press,Los Angeles Times,The Philadelphia Inquirer y, al final,The New York Times.
Desde el primer momento he actuado por iniciativa propia cuando he tenido que decidir sobre qué informar. Era un periodista solitario que en la sala de redacción se salía con la suya porque mis reportajes atrapaban a los lectores y tenían grandes consecuencias: una cadena de televisión a la que se prohíbe emitir por manipulación informativa, un hombre inocente que salva la vida en la cárcel cuando localizo al auténtico asesino, Jack Welch renuncia a su pensión de jubilación o sale a la luz el espionaje político y los delitos cometidos por el Departamento de Policía de Los Ángeles junto con agentes extranjeros que intervenían en secreto en la política estadounidense. Estando en el último periódico en el que trabajé gané un Premio Pulitzer por dar a conocer tantas evasiones y resquicios fiscales que un destacado profesor de derecho fiscal me llamó «el principal inspector fiscalde facto de Estados Unidos».
En 1987 me interesé por los casinos cuando el Tribunal Supremo resolvió que los indios norteamericanos tenían derecho a ser propietarios de ellos. Estaba seguro de que aquello supondría la proliferación de casinos por todo el país; casinos, en su mayoría, gestionados por grandes empresas estadounidenses. Fue la única vez en mi vida que solicité empleo. AThe Philadephia Inquirer le gustó mi idea, conque en junio de 1988 me trasladé a Atlantic City.
A los pocos días conocí a Donald Trump.
Me pareció una especie de P. T. Barnum contemporáneo que vendiera entradas para contemplar una variante moderna de la sirena de Fiji, uno de los muchos ejemplares de la colección de célebres falsificaciones de Barnum que la gente consideraba que merecía un poco de su dinero. Trump estaba poseído de sí mismo. Enseguida aprendí de otras personas de la ciudad que él apenas sabía nada de la industria de los casinos, incluidas las normas de los juegos. Como se expone en un par de capítulos próximos al final de este libro, ese detalle resultaría ser importante.
En los casi treinta años transcurridos desde entonces, he seguido a Trump con insistencia; he prestado mucha atención a sus negocios y le he entrevistado en muchas ocasiones. En 1990 publiqué la primicia de que en lugar de poseer miles de millones de dólares, como él aseguraba, Trump en realidad tenía un saldo patrimonial negativo y se libró de un caótico desplome que le habría sumido en la quiebra personal solo cuando el gobierno se puso de su parte en lugar de tomar partido por el banco, como se podrá leer más adelante.
Antes de que la tecnología me permitiera digitalizar archivos, acumulé un inmenso tesoro de documentos sobre Trump, como suelen hacer los periodistas de investigación con los temas que les interesan. Tenía tantas cajas archivadoras con documentos sobre Trump y otros estadounidenses destacados (entre ellos, Barron Hilton, Jack Welch y Daryl Gates, el jefe de la policía de Los Ángeles) que durante años tuve alquiladas dos taquillas archivadoras para almacenarlos.
Así que cuando Trump anunció que se iba a presentar a las primarias republicanas para ser nombrado candidato a las elecciones de 2016 sabía que iba en serio. Yo había dedicado décadas a informar sobre él y conservaba todos mis documentos. Además, el periodista Wayne Barrett puso a mi disposición los suyos con toda generosidad.
En primer lugar, sabía que Trump lleva hablando de ser presidente desde 1985. En 1988 se propuso como segundo del presidente George Bush padre, un cargo que recayó sobre el senador Dan Quayle. En julio de ese mismo año le vi llegar a Atlantic City en su yate, elTrump Princess, donde fue recibido por los vítores de la multitud. Un grupo de jóvenes adolescentes femeninas dando saltos chillaba con entusiasmo como si hubiera visto a su estrella delrock favorita. Cuando Trump y su esposa, Ivana, subían por la escalera mecánica de su casino Trump’s Castle, una muchedumbre le aclamaba. Un hombre gritó a pleno pulmón: «¡Donald, sé nuestro presidente!».
También he visto a Trump en el año 2000 presentarse por la lista del Partido de la Reforma de Estados Unidos, una agrupación alternativa cuyos integrantes se cuentan por decenas de miles (en contraposición a los millones que se autodenominan demócratas o republicanos). Fue durante esa b