«Paseando calle abajo por Fleet Street, puede uno toparse cualquier día con una forma cuya enormidad oculta el cielo. Grandes rizos surgen por debajo del sombrero flexible de ala ancha; una capa, que podría ser un legado de Portos, ondea junto a su esqueleto colosal. Se detiene a leer el libro que sostiene en las manos en mitad de la calzada y derrama por el aire una cascada de risas que va descendiendo desde las notas más altas hasta la media voz. Levanta la vista, se ajusta los quevedos, observa que no está en un taxi, se acuerda de que debería coger uno, se da la vuelta y lo llama a voces. El vehículo se hunde bajo una carga inusual y se aleja rodando pesadamente. Lleva a Gilbert Keith Chesterton.
El señor Chesterton es la figura más insigne del panorama literario de Londres. Es como un ser procedente de un cuento de hadas, una leyenda en persona, un superviviente de la niñez del mundo… Es un caminante de la eternidad, que se detiene en la posada de la vida, se calienta junto al fuego y hace que las vigas del techo resuenen con sus alegres carcajadas».
Así describe el periodista A.G. Gardiner a su colega G.K. Chesterton, autor de los relatos del padre Brown que presentamos en este volumen. Podríamos enumerar datos sobre su vida: que nació en Kensington (Inglaterra) en 1874; que desde pequeño amaba las discusiones y los debates, primero con su hermano Cecil y más tarde con sus compañeros de escuela; que comenzó trabajando en una editorial y posteriormente pasó a trabajar como articulista y ensayista en diversos periódicos hasta su muerte; que escribió y publicó con notable éxito una ingente cantidad de libros de todos los géneros. Sería decir algo sobre él y, sin embargo, no entender casi nada. Porque lo que más llama la atención al indagar en la biografía de este escritor inglés son algunos rasgos de su personalidad que van a estar siempre presentes en su vida y que van a modelar el estilo de todos sus escritos: el amor por la realidad y la defensa apasionada y casi obstinada de la razón y del sentido común. Son estos rasgos los que van a caracterizar también al pequeño cura de Essex que es el protagonista de los relatos que componen el libro que tenemos entre las manos.
Con la ironía que le caracteriza comienza Chesterton suAutobiografía, escrita en 1936 —el último año de su vida—, y lo hace dejando claro, frente al reduccionismo de una razón cientificista que sólo admite como cierto lo que puede demostrarse empíricamente, su punto de partida: «Con esa reverencia y credulidad ciega que me son tan características, cuando de la tradición y de la mera autoridad de mis mayores se trata, me he tragado —sin rechistar y casi supersticiosamente— un cuento que no me fue posible comprobar a tiempo, a la luz de la experiencia del propio juicio. Me hallo, por tanto, firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill (Kensington) y fui bautizado con arreglo al ritual de la Iglesia anglicana en el pequeño templo de San Jorge, frente por frente a la gran torre de los Waterworks que dominaba esa altura». En esta «amplitud» de la razón, que admite certezas morales igual de verdaderas que las certezas matemáticas —y que nos permiten no dudar del día en que nacimos— está la clave del pensamiento chestertoniano y de su defensa apasionada de un sentido común cargado de razones. En uno de sus ensayos explica que «…en esta frase ‘la mentalidad común’, venimos a topar con otro error corriente. Cuando se habla de lo común, suele entenderse ahora lo inferior, y cuando hablamos de sentido común, un sentido inferior: el sentido o mentalidad del mero vulgo. Y no hay nada de eso. El sentido común significa el sentido compartido por todos los artistas y héroes, pues si no, no sería común; o, en otro caso, tal sentido no sería muy común. Llamamos común al atributo en que participan el santo y el pecador, el filósofo y el sandio… Algo existe en cada cual que hace querer a los niños, temer la muerte y disfrutar con el sol». El hombre se descubre con una naturaleza determinada que él no decide ni modela, sino que tiene su forma propia, sus reglas propias, que debe respetarse a riesgo de perder la propia humanidad (porque ¿qué es más humano, querer a los ni