: José Jiménez Lozano
: Retorno de un cruzado
: Ediciones Encuentro
: 9788490552414
: 1
: CHF 8.80
:
: Historische Romane und Erzählungen
: Spanish
: 216
: DRM
: PC/MAC/eReader/Tablet
: ePUB/PDF
'---¿Y ese es el Ángel de la Guarda, tío Pedro? Y nos contestó que era algo así, pero que se llamaba el Ángel de la Historia, y un día le había visto él sentado y llorando, tapándose la cara con las manos, y aunque él, tío Pedro, se había acercado para consolarle, el Ángel le dijo que no podía, porque se había roto el eje del mundo y no podía arreglarse. ---¡Con lo bonita que era la esfera aquella que era la tierra entera y se la podía hacer girar con un dedo! ¿Os acordáis? Nosotros dijimos que sí, pero que no habíamos visto nunca un Ángel llorando junto a ella. ---Tampoco habéis visto lo enrojecida de sangre que está esa esfera en algunas partes. Ni Dios quiera que la veáis nunca, y no podáis ver partido el eje del mundo, ni al Ángel desconsolado'.

José Jiménez Lozano nació en Langa (Ávila) en 1930. Se licenció en Derecho en Valladolid y estudió Periodismo en Madrid. Ha sido redactor, subdirector y director de El Norte de Castilla, de Valladolid, y ha colaborado en varios periódicos y revistas nacionales. Es autor de novelas, cuentos, ensayos y poemas. En 1988 recibe el Premio Castilla y León de las Letras; en 1989 el Premio de la Crítica, por El grano de maíz rojo y en 1992 el Premio Nacional de las Letras Españolas. En 1999 recibió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes. En 2002 obtiene el Premio de Literatura en Lengua Española Miguel de Cervantes. De entre sus últimas obras, varias de ellas publicadas por Ediciones Encuentro, destacan La piel de los tomates (2007), Libro de visitantes (2007), El azul sobrante (2009) o Un pintor de Alejandría (2010) y Retorno de un cruzado (2013).


Historias de tíopedro


Era al tío Pedro, el hermano de nuestra madre y de muestra tía Lisa, a quien mi hermana Lisa y yo habíamos oído contar cosas de la guerra, desde cuando llegó a casa al final de ella, sano y salvo como suele decirse, pero ya roído del mal que le llevó a la tumba unos años después, cuando andaba acabando la treintena. Aunque, según los médicos y los repetidos análisis clínicos que no encontraban ningún desarreglo en la armonía y fortaleza del cuerpo, no era ningún mal determinado el que tenía tío Pedro, y tampoco era una melancolía o desgana de vivir, sino que ya no acertaba a hacerlo, como si hubiera probado de antemano cada bocado de este mundo, supiera a qué sabía y no encontrara ya razón para volver a probar, ni mordisquear siquiera, ninguna cosa más por la cual tuviera todavía que levantarse de la cama, o salir de la casa y de su huerto o jardín.

—Es que ya no es mi tiempo —decía—. ¿Acaso en agosto hay ahora haces de oro en las eras, y en febrero hojuelas? ¿Se oye acaso ahora el Ángelus de la mañana, del mediodía y del atardecer, que nos recordaba que el mundo y nosotros íbamos a algún sitio, y podíamos pisar fuerte en el camino?

Pero ¿qué podríamos contestarle nosotros? Nada, no sabíamos qué decir, y preguntábamos:

—¿Y ése es el Ángel de la Guarda, tío Pedro?

Y nos contestó que era algo así, pero que se llamaba el Ángel de la Historia, y un día le había visto él sentado y llorando, tapándose la cara con las manos, y aunque él, tío Pedro, se había acercado para consolarle, el Ángel le dijo que no podía, porque se había roto el eje del mundo y no podía arreglarse.

—¡Con lo bonita que era la esfera aquella que era la tierra entera y se la podía hacer girar con un dedo! ¿Os acordáis?

Nosotros dijimos que sí, pero que no habíamos visto nunca a un Ángel llorando junto a ella.

—Tampoco habéis visto lo enrojecida de sangre que está esa esfera en algunas partes. Ni Dios quiera que la veáis nunca, y no podáis ver partido el eje del mundo, ni al Ángel desconsolado.

Pero, al principio sobre todo, no le entendíamos muchas cosas a tío Pedro, y entonces nos poníamos a jugar al escondite o a las canicas, o a contar las estrellas más grandes y relucientes por las noches, o a jugar con lo que tomáramos como juguete; pero aquellas cosas nos quedaban dentro y luego, a lo mejor, las entendíamos. Aunque no sabíamos cuándo era «luego» y «más tarde» o «más adelante» que tío Pedro decía, y a lo mejor lo decía porque durante mucho tiempo no le habíamos visto y a lo mejor creía que pronto no le volveríamos a ver, según nos daban que pensar, a tía Lisa y a nosotros, las cosas que decía mamá, como si tío Pedro se fuese a ir a otra guerra o quién sabía dónde, porque todas eran preguntas, interpretaciones y comentarios, como cuando llegó desde el frente y luego le sacaron de la cárcel donde estuvo detenido al final de esa guerra, y también cuando se fue y volvió de otra guerra más lejana. Pero realmente, hasta cuando estuvo muy enfermo y parecía que iba a morir, siempre mostró de todas formas sus deseos de vivir como si nada le hubiera ocurrido en especial y acabase de llegar al mundo, y luego explicaba lo que verdaderamente le había sucedido:

—No me ha pasado nada. Es que ya no es mi tiempo, y a veces quiero irme —repetía.

—¿Y por qué no iba a ser su tiempo? —nos decíamos por lo bajo Lisa y yo.

Pero no preguntábamos.

Cuando la guerra estalló en España entera, tío Pedro fue enrolado en una unida