I
Historias de tíopedro
Era al tío Pedro, el hermano de nuestra madre y de muestra tía Lisa, a quien mi hermana Lisa y yo habíamos oído contar cosas de la guerra, desde cuando llegó a casa al final de ella, sano y salvo como suele decirse, pero ya roído del mal que le llevó a la tumba unos años después, cuando andaba acabando la treintena. Aunque, según los médicos y los repetidos análisis clínicos que no encontraban ningún desarreglo en la armonía y fortaleza del cuerpo, no era ningún mal determinado el que tenía tío Pedro, y tampoco era una melancolía o desgana de vivir, sino que ya no acertaba a hacerlo, como si hubiera probado de antemano cada bocado de este mundo, supiera a qué sabía y no encontrara ya razón para volver a probar, ni mordisquear siquiera, ninguna cosa más por la cual tuviera todavía que levantarse de la cama, o salir de la casa y de su huerto o jardín.
—Es que ya no es mi tiempo —decía—. ¿Acaso en agosto hay ahora haces de oro en las eras, y en febrero hojuelas? ¿Se oye acaso ahora el Ángelus de la mañana, del mediodía y del atardecer, que nos recordaba que el mundo y nosotros íbamos a algún sitio, y podíamos pisar fuerte en el camino?
Pero ¿qué podríamos contestarle nosotros? Nada, no sabíamos qué decir, y preguntábamos:
—¿Y ése es el Ángel de la Guarda, tío Pedro?
Y nos contestó que era algo así, pero que se llamaba el Ángel de la Historia, y un día le había visto él sentado y llorando, tapándose la cara con las manos, y aunque él, tío Pedro, se había acercado para consolarle, el Ángel le dijo que no podía, porque se había roto el eje del mundo y no podía arreglarse.
—¡Con lo bonita que era la esfera aquella que era la tierra entera y se la podía hacer girar con un dedo! ¿Os acordáis?
Nosotros dijimos que sí, pero que no habíamos visto nunca a un Ángel llorando junto a ella.
—Tampoco habéis visto lo enrojecida de sangre que está esa esfera en algunas partes. Ni Dios quiera que la veáis nunca, y no podáis ver partido el eje del mundo, ni al Ángel desconsolado.
Pero, al principio sobre todo, no le entendíamos muchas cosas a tío Pedro, y entonces nos poníamos a jugar al escondite o a las canicas, o a contar las estrellas más grandes y relucientes por las noches, o a jugar con lo que tomáramos como juguete; pero aquellas cosas nos quedaban dentro y luego, a lo mejor, las entendíamos. Aunque no sabíamos cuándo era «luego» y «más tarde» o «más adelante» que tío Pedro decía, y a lo mejor lo decía porque durante mucho tiempo no le habíamos visto y a lo mejor creía que pronto no le volveríamos a ver, según nos daban que pensar, a tía Lisa y a nosotros, las cosas que decía mamá, como si tío Pedro se fuese a ir a otra guerra o quién sabía dónde, porque todas eran preguntas, interpretaciones y comentarios, como cuando llegó desde el frente y luego le sacaron de la cárcel donde estuvo detenido al final de esa guerra, y también cuando se fue y volvió de otra guerra más lejana. Pero realmente, hasta cuando estuvo muy enfermo y parecía que iba a morir, siempre mostró de todas formas sus deseos de vivir como si nada le hubiera ocurrido en especial y acabase de llegar al mundo, y luego explicaba lo que verdaderamente le había sucedido:
—No me ha pasado nada. Es que ya no es mi tiempo, y a veces quiero irme —repetía.
—¿Y por qué no iba a ser su tiempo? —nos decíamos por lo bajo Lisa y yo.
Pero no preguntábamos.
Cuando la guerra estalló en España entera, tío Pedro fue enrolado en una unida