- I -
Solitos en su rincón, como dicen los libros de cuentos -cuyas benéficas narraciones habréis bendecido cien veces, por lo bien que saben disipar la monotonía de este mundo prosaico-, vivían Caleb Plummer y su hija ciega; solitos en su rincón, esto es, en una casucha de madera llena de hendeduras, en un verdadero cascarón de nuez, que era algo así como una verruga situada en la preeminente nariz, de ladrillo, de Gruff y Tackleton. La propiedad de Gruff y Tackleton se extendía a lo largo de media calle; en cambio, la casita de
Caleb Plummer se hubiera derribado fácilmente de un martillazo o dos, y sus escombros habrían cabido fácilmente en una carreta.
Si algún transeúnte hubiese hecho a la casa de Caleb Plummer el honor de notar su desaparición, una vez realizada la expedición que acabamos de indicar, hubiera sido indudablemente con el único objeto de aprobar sin vacilación el derribo, calificándolo de mejora evidente. Estaba la casucha adherida a la casa de
Gruff y Tackleton como un marisco a la quilla de una nave, como un caracol a una puerta o una mata de setas al tronco de un árbol. En cambio, era el germen de que brotara el tronco vigoroso y soberbio de Gruff y Tackleton; y bajo su ruinoso techo el antepenúltimo Gruff había fabricado en pequeña escala juguetes para toda una generación de niños y niñas de su tiempo, que, empezando por jugar con ellos, habían concluido por desmontarlos y romperlos antes de irse a la cama.
He dicho que Caleb y su hija ciega vivían allí; más exacto sería afirmar que el morador era Caleb, pero que su pobre hija tenía otra residencia, un palacio de hadas adornado y amueblado por Caleb, en cuyo recinto la necesidad y la estrechez eran completamente desconocidas, en cuyo recinto jamás pudieron penetrar las angustias de la vida. No obstante, Caleb no era ningún hechicero; era sencillamente un maestro consumado en la única magia que las edades nos conservaron: la magia del amor abnegado e imperecedero; la naturaleza había dirigido sus estudios y le había comunicado el arte de hacer milagros.
La cieguecita no supo jamás que los techos amarilleaban, que las paredes estaban manchadas y dejaban al descubierto grandes extensiones de yeso, y que las vigas carcomidas se hundían cada vez más. La cieguecita no supo nunca que el hierro se enmohecía, que la madera iba pudriéndose, que el papel se gastaba y que la misma casa perdía insensiblemente su forma, sus dimensiones y sus proporciones regulares. La cieguecita no llegó a saber que encima del aparador no había m