PRÓLOGO
Antonio Muñoz Molina
EL ESPEJISMO Y SU REVERSO
Nueva York es una ciudad y un espejismo de ciudad. La ciudad llevaba varios siglos existiendo antes de que surgiera el espejismo que la representa en el mundo, pero ahora ha desaparecido casi por completo tras él. Nueva York fue primero un puerto para el comercio y, a continuación, un centro formidable de manufactura: el puerto del que salían hacia Europa las pieles de los animales y el algodón que recolectaban los esclavos en las plantaciones del sur; y luego el polo de atracción de los millones de emigrantes que venían huyendo de los despotismos y las hambres de Europa. Hacia mediados del siglo XIX, Herman Melville dibuja la isla de Manhattan como un contorno al que se adhieren por todas partes proas de veleros. Cualquier calle de la ciudad acaba en su cintura portuaria y en el horizonte del mar. Primero los canales y luego los ferrocarriles la conectan con la inmensidad continental del interior del país. Nueva York entonces no es un espejismo, sino lo contrario de un espejismo: un puerto de mercancías que no descansa nunca, una terminal para la exportación de productos agrícolas, materias primas, hierro, acero; un paisaje de fábricas en las que los emigrantes, hombres y mujeres, trabajan jornadas de catorce horas, y de barriadas en las que se amontonan con un espesor de humanidad y pobreza que parecería de Calcuta o de Lagos. También una metrópolis en la que se acumula la riqueza y se vuelve obscena y desmedida su exhibición.
A Henry James el prosaísmo de Nueva York lo espantaba. Se fue a Inglaterra buscando atmósferas más propicias a la literatura, y cuando al cabo de los años volvió a su ciudad natal no la reconoció: aquellas torres enormes, con su mal gusto de parodias de estilos europeos, aquellos palacios de los escandalosamente ricos. Por no hablar del espectáculo inaudito de las multitudes: los asiáticos, los italianos, los judíos, los irlandeses. Para Henry James, Nueva York era lo contrario de un espejismo: era la áspera realidad, la vulgaridad de una civilización regida por el poder de las máquinas y del dinero, por la inundación humana de los emigrantes.
Sin duda el espejismo empezó con ellos, un sueño insensato y a la vez tangible: el nombre mágico,América, el nuevo mundo imaginado en una aldea de Sicilia o en unshtetl en la llanura fangosa de Ucrania, la tierra de la abundancia vislumbrada en las postales que enviarían los parientes pioneros. Con mucha frecuencia, el espejismo se disolvía nada más bajar del barco y llegar a lostenements del Lower East Side. Pero ya entonces le servía a la ciudad de lo que ha seguido sirviéndole siempre, y cada vez más: como fuente de ingresos y como imán para abastecerla de una riada inagotable de mano de obra, de gente dispuesta a trabajar en cualquier cosa en las condiciones que sean. En Estados Unidos, contra lo que pueda imaginarse en Europa, la expresión «the American dream» se usa generalmente con toda seriedad, sin rastro de esa ironía con que no podemos dejar de mirarla nosotros. Su significado es claro y simple: la promesa de que si uno se desvive trabajando y cumple las normas, conseguirá una vida mejor para él mismo y para su familia y sus herederos.
El «New York dream» es su equivalente en muchos sentidos, pero también tiene connotaciones propias. Funciona para el haitiano ilegal que conduce un taxi dieciséis horas al día como funcionó para el judío o el italiano que a principios del siglo pasado trabajaban en un taller de confección; también para el pakistaní, el hondureño, el dominicano, el nepalí, para la muchacha china o coreana que desde la mañana a la noche no levanta los ojos de los pies de clientes a los que les lima las uñas o les masajea los talones. Personas que tienen vidas miserables en sus países de origen llegan a Nueva York, dispuestas a lo que sea p