Sí, entiendo, respondí. El señor Chalo Morales, el actor Chuck Wills, el cantante Willie Pike...
Eso es. Y tambiénChico Montes oel Indio Fernández. Estos dos eran, ¡mamasita! Yo era solo un muchacho, veinte o veinticinco años, y me encantaba verlos hablando, bromeando, incluso cantando, aquí con mi padre. Puso una mano en el hombro del Gran Aguilar. A papá le gustaba invitarlos a la hacienda. El resto del equipo se hospedaba en distintos lugares del pueblo, pero Lonergan y sus amigos se quedaban aquí, con nosotros. ¡Y lo pasábamos madre!
Rafael, me preguntaste antes si me acordaba de una noche, dijo Alfredo Sánchez. ¿De qué noche?
Ay, ¿de qué noche va a ser? De la mejor noche que ha conocido Triunfo desde que los revolucionarios fundaron este bendito lugar.
¡Vale madre, mijo! ¿La segunda vez que vinieron a trabajar aquí? ¿Cuando estuvo con nosotros incluso don José Alfredo?
Pos claro, ¿a qué voy a referirme si no? Aquello sí que fue grande, don Frank, no puede ni imaginárselo. Le hablo muy en serio.
¿Quién es ese don José Alfredo?, pregunté en mi inocente ignorancia.
Los Sánchez, padre e hijos, intercambiaron miradas con Rafael Aguilar. Creo que por un momento intentaban juzgar si les tomaba el pelo. Pero pronto llegaron a la conclusión de que, sencillamente, era otro estadounidense ignorante de todo aquello que iba más allá de mis fronteras espacio-culturales.
Se refiere a don José Alfredo Jiménez, dijo Camilo Sánchez poco antes de engullir un bocado de carne.
El escritor de canciones más grande de toda América, apuntó su hermano.
Oh, respondí con la vergüenza de desconocer algo que se suponía trascendental.
Las canciones de José Alfredo Jiménez son auténticas lecciones de vida, dijo Rafael. Son las canciones que uno entona cuando anda en la cruda tras haber perdido un gran amor, o dichoso porque ha nacido tu primer hijo; son las mejores canciones para llevar serenata o para despedir al amigo que nos deja.
¿También era amigo de Lonergan?, pregunté.
No, respondió Alfredo Sánchez, a él lo trajoel Indio Fernández.
Verá, dijo Rafael, en aquella época era necesario que cuando un director de fuera venía a rodar a México diese empleo a algunos actores y técnicos del país, y debía tener siempre junto a él a un director nacional, para algo así como una segunda opinión. Y el señor Lonergan, cuando trabajaba en México, siempre recurría a Emilio Fernández, a quien llamabanel Indio porque se sentía orgulloso de su origen nativo.
¡Sí, nosotros conocemos esa historia!, interrumpió Joaquín Sánchez. Dicen que hubo un papa de Roma que le ofreció buena lana para dedicarse a rodar nomás películas devocionales, yel Indio le respondió: Perdóneme, Su Santidad, pero yo soy indio mexicano, de esos que no lograron conquistar los españoles. Yo sigo creyendo en Huitzilopochtli, y de santos y milagros no entiendo nada.
¡Pinche cabrón!, gritó Camilo, con unos cuantos como ese todavía andaríamos de paseo por Texas. ¡Échale ahí, carnal!
Henchidos de orgullo patrio, los dos hermanos chocaron sus vasos y vaciaron de un trago el licor en sus gargantas.
La verdad es que Emilio Fernández era uno de esos hombres que impresionaban en todos los sentidos. Fue un director revolucionario para el cine mexicano, autor de algunas de las grandes obras maestras de esa cinematografía. Sirvió de ayudante y asesor de algunos de los grandes del cine de Hollywood, como John Ford o el propio Lonergan. También como actor supo dar forma a una serie de personajes duros, rebeldes, inflexibles, que resultaban difíciles de desligar del auténtico perfil del hombre. Porque a carismático, tampoco le ganaba nadie. Se podría decir de él que era alto y fuerte, pero el adjetivo grande lo describe mejor. Imponente es un buen refuerzo lingüístico. Con bigote bien plantado e inequívocos rasgos indígenas, Emilio Fernández tenía un pasado en el que nadie acaba de ponerse de acuerdo, a