Tomo elmétro en la estación de la Cité internationale universitaire de Paris, la CiuP. Miro el plano y compruebo que el transbordo es en Denfert-Rochereau, y de ahí, en sentido Aéroport Charles de Gaulle, tendré que apearme en Sévres-Lecourbe. He decidido usarlo, en lugar de ir andando, para así apurar y seguir la final del Roland Garros en el televisor de uno de los salones del Colegio de España, donde resido desde hace algunos días. Ha llovido, con viento (he visto muchas hojas de castaño a través de la verja del Parc Montsouris, varios cuervos picoteándolas, dos urracas al acecho), y ha descendido un poco la temperatura. Me fijo en la gente, se nota que es domingo. El peso existencial, insoportable, lacerante, del domingo por la tarde sé que aquí es el mismo que en cualquier otra ciudad del mundo (incluida la mía), o eso me parece. El tren avanza, los rodamientos a veces chillan en las vías de acero, comienza a frenar, se detiene, entran y salen personas del vagón, negros, blancos, dos jóvenes con rasgos asiáticos y con los flequillos muy lisos peinados hacia la frente, cubriéndoles casi los ojos. En Pasteur, sube una mujer de mediana edad con un carrito de la compra, del que extrae un micrófono. Al instante conecta un amplificador que lleva dentro y comienza a cantar de una manera lamentable. No reconozco la melodía nostálgica, pero se me antoja que debe de ser de Edith Piaf.
En Lecourbe haybrocante en ambos lados. Como es pronto, recorro el derecho y luego el izquierdo. Me paro en un puesto donde descubro dos cerditos de hierro forjado, esas tradicionales huchas de la Francia de posguerra que no sé por qué me remiten, igual que otros objetos (un viejo rompecabezas con el dibujo de las colonias francófonas de África, un parchís de madera desgastada, un bote de tabaco de pipa Caporal), a películas de mi infancia, comoLa guerra de los botones oJuegos prohibidos. El vendedor, que pide por cada uno de los cerditos veinticinco euros, se empeña en explicarme que, con un destornillador, se pueden desmontar las dos piezas para recuperar el dinero ahorrado. Le respondo que sí, que lo sé, pero él vuelve a decirme que ahí es donde hay que meter la punta del destornillador, y me fijo en su uña larga que roza la ranura pintada (como el resto del cerdito) de color ocre. No me gusta regatear, e ignoro cómo hacerlo con mi francés de superviviente, además de que leí en un libro de Barbara Hodgson que, en los puestos debrocante y depuces de París (prefiero el de compra y venta de Vanves al más selectivo de Saint-Ouen), si el vendedor te tipifica en la categoría de listillo, corres el riesgo de que se niegue muy dignamente a partir de ese momento a continuar tratando el tema. Me decido por fin y adquiero los dos cerditos. Después de todo, casi sin intercambiar palabra, el hombre me los ha dejado por treinta euros. Como un gesto de deferencia me los ha envuelto —lo normal en estos reinos— en una manoseada hoja de papel de periódico. Se lo agradezco, me los guardo en mi macuto y me dirijo hacia Cambronne.
Lecourbe y Cambronne, y a ellas vengo esporádicamente desde hace ya más de diez años, son dos calles que me atrapan. En especial en su cruce, donde por las mañanas, aun en domingo pero nunca en festivo, abren sus puertas varias pescaderías, puestos de carne de vaca y de caballo, pastelerías de escaparates estrechos, mostradores japoneses con sushi para llevar, urnas con comida también preparada(poulet au basilic, boulettes de porc, boeuf aux oignons), una floristería que muestra en su entrada margaritas y rosas y altas plantas de adelfa en macetas (¿les resultará exótica la adelfa en París?). Este es un punto de alfiler, permítaseme la metáfora, alegre y bastante luminoso del mapa de esta ciudad. Sé que este paisaje ya pertenece a Julio Cortázar, por eso recalé en aquella inicial ocasión en esta zona. Sé que esta cartografía ya forma parte de su mundo interior y exterior, de su cotidianidad, porque son las aceras, las calzadas, los balcones, los árboles, el espacio por el que él transitaba a diario, ese espacio que él compartió mientras vivió con Aurora Bernárdez en la place du Général Beuret (placita más bien, placita deliciosa), que se encuentra exactamente a una manzana de esa intersección que señalo con el dedo. Aurora fue su primera mujer y esta casa