Yo fui un niño muerto. El agua me devolvió a la vida. Ardía el aire de agosto y ardía mi cuerpo a causa de la fiebre. Me humedecían los labios levemente con un algodón. Pero no bastaba: el cuerpo no respiraba. Todos lloraban. Sin embargo, llegó la tormenta de agosto. Llovía con fuerza y la humedad se posó en mis ojos y en mis mis labios: hasta mi piel. El niño muerto se levantó sin ayuda del lecho. Y sonreía.
*
Estanque de la isla: tú me revelas hoy este hecho primero desde tu soledad, con tu serenidad, con tu silencio verde. Tú despiertas aquello que fue en mi vidaviaje interior, aunque no me permitas ir demasiado lejos con los recuerdos. Porque todavía debo irmás allá. Tú me vas a ayudar en este diálogo que los dos vamos a entablar. El temblor de tu agua me hablará sin palabras, me desvelará la memoria de cuanto fue esencial en mi vida.
El agua de mi infancia no era como la de este estanque que ahora contemplo tantos años después en una isla: agua serena y levemente esmeralda. Detrás veo el cielo muy azul y tres grandes árboles: un algarrobo, un cerezo y un olivo. El agua de mi infancia fluía. Mi infancia era un río y, cuando regresé a la vida de aquella muerte temporal, todo discurría en mi infancia como la corriente de mis ríos leoneses, o temblaba como las hojas de los álamos. Ahora creo que tengo la suficiente paz para mirar en la serenidad de este estanque de la isla y ver lo que esencialmente fui. O escuchar lo que él me responde a mis preguntas.
Me abismo en la hondura. Recuerdo la primera vez que supe de la Sombra. Fue en aquella casa primera, grande y destartalada. En la alcoba había unas cortinas que de noche temblaban sin motivo y en las que yo veía, medroso, figuras imprecisas e indescriptibles. O en el gran desván, al que nunca me gustaba subir. Pero también en aquella casa supe lo que era la luz: en la yuca del patio empedrado, en la gran pila en la que nos bañábamos en verano, en el jilguero que dejé escapar de la jaula, en un cuaderno que compré en secreto y que no sabía para qué, porque lo abría a solas en el soleado corredor, tumbado sobre un colchón de hojas de maíz, que crujía dulcemente. No sabía qué escribir aún en aquel cuaderno porque me vaciaba la soledad y el silencio de la hora de la siesta, que había que guardar religiosamente; o porque lapalabra todavía no se me había revelado. Pero en aquel m